Del lugar en el que tenemos razón...

...nunca brotarán
las flores en primavera.
Espero que los versos de Yehuda Amijai acompañen cada entrada a este blog. No sé cuanto durará la idea de publicar los recuerdos e impresiones de un viaje que ha tenido como guía excepcional el libro al que he robado el título para la cabecera del blog. Así que, con permiso del Sr. Dezcallar..., empiezo.

domingo, 4 de octubre de 2009

Fuertes y débiles

El autobús que nos lleva desde la estación de tren hasta el hostel para en un centro comercial. Como en cualquier otro sitio, estas enormes moles antiurbanas absorben el crisol de gentes que la ciudad tamiza en barrios, en capas inmiscibles: adolescentes –en minifalda, ellas, engominados a la última, ellos- enganchados a su iPod, descuidados militares fusil en mano, inmigrantes rusos retando a la unidad del hebreo con sus periódicos… Pero sobre todo hombres, hombres de todas las edades vestidos de manera ritual, a medio camino entre el judío de la diáspora y el gánster de Brooklyn con sus sombreros de ala ancha. Niños con pelo rapado y tirabuzones esquivan la mirada ante el gentil, como un extraño anacronismo. El paisaje humano que tenemos delante resta atención a las primeras visiones de la ciudad tras los cristales. Jerusalén extramuros es una ciudad particularmente incómoda. Apostada sobre multitud de colinas, no invita a un paseo tranquilo; casi anulada por la carga simbólica de la Ciudad Vieja, ofrece puntuales incursiones a los turistas. La solución para salvar tanta cuesta es dotar a la ciudad de un tranvía. Una idea brillante en cualquier otro lugar del planeta toma aquí un matiz distinto. Con unos itinerarios diseñados, entre otras cosas, para comunicar asentamientos en Jerusalén Este con el centro de la ciudad, el tranvía se convierte en una herramienta más para avanzar en la política de anexión de territorio practicada desde 1967, a la vez que se van aislando barrios de población árabe.

En la céntrica calle Jaffa –nombre omnipresente a lo largo de todo el viaje- las obras están a pleno rendimiento. El edificio que alberga nuestro hostel tiene un aire como de viajeros de otra época. Ascendemos por una escalera de caracol hasta el segundo piso. Minúsculos balcones, apenas un saliente sobre la pared, cuelgan de su fachada de piedra. Por alguno de ellos quizás asomasen quienes el 14 de mayo de 1948, siguiendo por radio las votaciones de Naciones Unidas, celebraran llorando la declaración de independencia de Israel. El sueño romántico que nos ha asaltado por un momento se desvanece al salir a la calle. Incluso aquí, en pleno centro de la ciudad, se hace palpable el famoso y generalizado desdén en el vestir de los israelíes. Pareciera que todo el mundo hubiera tenido que salir corriendo de sus casas acuciados por las prisas o, quien sabe, por una fórmula interior que les tuviera permanentemente preparados para la huida. Como si aun no creyeran en la existencia de un Estado propio, como si no viviesen seguros la experiencia de una nación judía, como si les faltara la convicción de que de esta tierra ya nunca nadie les echará… Y es que, sentirse el más débil en un conflicto justifica no retroceder ni un palmo de terreno.