Del lugar en el que tenemos razón...

...nunca brotarán
las flores en primavera.
Espero que los versos de Yehuda Amijai acompañen cada entrada a este blog. No sé cuanto durará la idea de publicar los recuerdos e impresiones de un viaje que ha tenido como guía excepcional el libro al que he robado el título para la cabecera del blog. Así que, con permiso del Sr. Dezcallar..., empiezo.

domingo, 17 de enero de 2010

Un paréntesis llamado BDS

En 2005 la sociedad civil palestina solicitó apoyo a su campaña de Boicot, Desinversiones y Sanciones (BDS) hacia el Estado de Israel. John Berger fue uno de los intelectuales que lideró este movimiento durante la invasión del Líbano, en el verano de 2006. Pero fue tras el ataque a Gaza, en diciembre de 2008, cuando la iniciativa pacífica alcanzó eco internacional. Naomi Klein, de origen judío, aprovechó la publicación el verano pasado de “La estrategia del shock” para apoyar el boicot: una gira por territorio palestino para presentar su último libro traducido al hebreo y al árabe por una editorial que trabaja contra la ocupación. El cineasta Ken Loach se negó a participar en el Toronto International Film Festival cuando supo que una de sus secciones iba a estar dedicada –coincidiendo con la celebración de su centenario- a Tel Aviv. Junto a otros artistas, como Jane Fonda o Viggo Mortensen, firmó la Declaración de Toronto: No hay celebración bajo la ocupación, en la que se denunciaba el énfasis en la diversidad, dinamismo y juventud de una ciudad que parecía haber surgido en medio de las dunas, obviando el sufrimiento de las miles de personas palestinas que tuvieron que abandonar sus hogares.
Uno de los éxitos de la campaña BDS –fruto de la presión de los grupos de activistas en Francia, Holanda y Suecia, y que le han costado a la empresa la pérdida de importantes contratos con administraciones- ha sido el anuncio, el pasado verano, de la compañía francesa Veolia de su retirada en la construcción del tranvía ligero que pretende unir el centro de Jerusalén con colonias judías en territorio palestino ocupado.
¿Por qué a Israel le permitimos seguir exportando su imagen de país moderno, dinámico, feliz…, mientras oculta su política de ocupación en Cisjordania y el aislamiento del gueto en que ha convertido a Gaza? ¿Hubiéramos consentido que nos hablaran de las bondades de la Sudáfrica del apartheid una vez que oímos el grito embravecido de Soweto? Entonces…

sábado, 16 de enero de 2010

De película...

Escena 1-bis. Exterior azotea y, al fondo, el muro.
En nombre de un sueño ajeno el pueblo palestino ha sido condenado a un estado de desposesión forzada: no poseen pasaporte, ni nación, ni territorio. Cuando visitas Jerusalén corres el riesgo de quedar también desposeída –bajo el ensimismamiento de sepulcros, minaretes y sinagogas- de la conciencia de estar pisando territorio ocupado. Y aquí, como casi siempre, cobran importancia las palabras o, lo que Doris Lessing llama, la progresiva imprecisión del lenguaje frente a la densidad de nuestra experiencia. Porque no representan la misma realidad la Ciudad Vieja que el Jerusalén Oriental, ni es lo mismo evocar un pasado milenario que vislumbrar un presente dividido, como nada tiene que ver un paseo entre aromas de Oriente Medio con la vivencia de una ciudad fracturada y, más que eso, apropiada. Con el lenguaje se puede ocultar la realidad: basta con no mencionar en ningún punto ni documento turístico que estás en Palestina. Pero la realidad, a veces, es muy terca. Sobre todo cuando se construye a base de muros.


Escena 2-bis. Israel, más allá del conflicto.
Podría ser el título de un documental pero es el nombre que el Ministerio de Asuntos Exteriores israelí le ha dado a una campaña para promocionar su imagen de democracia ejemplar en Oriente Medio. El turismo, la literatura, las artes, en general, y el cine, en particular, son impagables cartas de presentación para un país con ansias de normalidad. En la terraza de la Cinemateca, enclavada en la Colina Francesa –esto sigue siendo territorio ocupado-, pienso que debe de ser en lugares como éste donde se establecen los contactos para exportar a otros festivales esa imagen de absoluta naturalidad, pese a la brutal ocupación a la que Israel tiene sometido al pueblo y al territorio palestino. Una estrategia que se une a la táctica, no menos sofisticada, del discurso liberal, o lo que es lo mismo, incluir en el debate sobre el conflicto territorial los derechos civiles (feminismo, derechos de gays y lesbianas…), enfrentando las libertades de las que goza la sociedad israelí con el mundo árabe y, eso sí, pasando por alto el fanatismo de los judíos ultraortodoxos.

Escena 3-bis. Un parque histórico para la Ciudad de David.
En Silwan no hay inversiones municipales pese a haber sido anexionado a Israel tras la guerra del 67. Sospecho que las más de 50.000 personas que sobreviven en el Wadi Hilwah echan de menos un parque donde pudiera jugar la mitad de la población –menor de 18 años- o un servicio de limpieza algo más cuidadoso. Claro que, con que ese día no haya cortes de agua ni de luz quizá sea suficiente para que la gente se sienta algo más afortunada. Ahora, para colmo de males, el suelo se derrumba bajo sus pies. La culpa la tiene el interés histórico del lugar y es que…, sólo a la población árabe se le ocurre construir una aldea sobre los restos del túnel de Siloé (Silwan en árabe). La fuente de Gihón abastecía de agua a Jerusalén en la antigüedad pero, en lo alto de la colina, era un flanco débil durante un posible asedio. Así que se excavó un túnel para desviar su curso hasta la parte baja del valle y recoger el agua –ya en zona protegida- en lo que se conoce como la piscina de Siloé. Las excavaciones que actualmente realizan los responsables israelíes de patrimonio no contemplan, a juzgar por los socavones del terreno, medidas de prevención de hundimientos. La vida en Silwan no parece fácil. Sin embargo, llama la atención -sobre todo, si se tiene en cuenta que la población árabe no está autorizada a levantar nuevas edificaciones- la presencia de colonias judías: se distinguen del resto de construcciones por sus vallas metálicas, sus cámaras de seguridad y su bandera israelí. Son la avanzadilla, ese ejército civil que va tomando posiciones cuando el Estado de Israel tiene claro un objetivo. Un parque que magnifique la figura del Rey David bien merece la expulsión de quienes pueblan este villorrio. Si Jerusalén es la ocupación, Silwan representa la resistencia.


Escena 4-bis. “Gracias, señor, por no haberme hecho mujer”.
Es una de las bendiciones que los haredíes –judíos ultraortodoxos- recitan cada mañana. Si el orden es importante en la oración, hay que entender que tolerarían antes ser esclavos que mujeres y sólo por detrás de la condición femenina ven la aterradora posibilidad de haber nacido gentiles. Lo que pudiera parecer un anacronismo religioso encerrado en una fórmula ritual cobra entidad al recorrer las calles de Mea Shearim. Los accesos al barrio dan la bienvenida con serias advertencias que pondrían a prueba cualquier normativa por la igualdad: mujeres y niñas no pueden pasear por las calles –hay que evitar ofensas- vestidas inmodestamente. El recato obliga a cubrirse piernas y brazos, por supuesto, las blusas cerradas, llevar faldas largas (pantalones descartados) y no usar ropa ajustada. La corrupción de la carne no puede quedar a la vista. Más que mujeres, apenas adolescentes, sus tristes miradas no encajan en unos rostros tan ingenuos. Un horizonte que empieza un palmo detrás del varón del cual caminan –con pañuelos que cubren su pelo o pelucas que lo sustituyen- y termina en el carrito del menor de la prole que empujan o, más bien, las arrastra hacia una vida miserable. Kadosh, que significa sagrado en hebreo, es el título de una película del cineasta israelí Amos Gitai. Cuenta el dilema religioso-moral que se le plantea a una pareja en una comunidad tan cerrada y alienada como la ultraortodoxa. El director grabó la que quizás sea la escena más antierótica del cine. Una noche, una amiga argentina que conocimos en el hostel, nos decía que le resultaba imposible imaginarse a una de estas parejas “cogiendo”. Y mejor que no lo imagine, si la realidad se acerca a la ficción…

martes, 5 de enero de 2010

De cine...





Escena 1. Mañana. La cercanía de alminares, torres, cimborrios…, mezclados con antenas parabólicas, ropa tendida y placas termosolares son el reflejo de una ciudad viva –una combinación de maneras tradicionales y tiempos modernos- lejos de esas imágenes acartonadas de muchos conjuntos históricos. Desde los tejados también se puede contemplar otra perspectiva: si se mira hacia abajo, a través de alguno de los respiraderos que asoman a las azoteas, se tiene acceso a un mundo subterráneo, el de los souks, los bazares en los que –no ya los turistas- sino los habitantes de la ciudad, se mueven laboriosamente, como hormigas en un hormiguero, para resolver sus asuntos cotidianos.
Escena 2. Mediodía. La Cinemateca acoge esos días el Festival de Cine de Jerusalén. Un inmenso escaparate para exportar al mundo la cara más amable del país. Lo más cool de la ciudad se da cita en una terraza frente a la cual, no obstante, un par de rabinos han sustituido la yeshiva –escuela talmúdica- por el aire libre para impartir su lección de hoy. A nuestro alrededor el inglés domina al hebreo e, incluso, el camarero se lanza a hablarnos en castellano: quiere practicar porque su novia es de Valencia. Nos traduce la carta del restaurante a la vez que nos solicita que corrijamos sus expresiones.

Escena 3. Atardecer. Bajo el Monte Moria, pero en el exterior de las murallas, se encuentran los restos arqueológicos de la Ciudad de David, considerados los más antiguos de Jerusalén. Al sureste se abre el valle del Kidrón o Josafat, flanqueado por el Monte de los Olivos y en cuyo fondo se pueden ver sendos falsos sepulcros de Absalón y Zacarías. Todas estas cosas nos cuentan las guías. Pero las guías no mencionan, en cambio, que a lo largo del valle se extiende el barrio árabe de Silwan. Es un barrio de casas apiñadas, encaramadas sobre la ladera. Callejeando por sus empinadas cuestas vemos pandillas de niños jugando, coches "tuneados" con una música igual de hortera que en cualquier otra parte pero cantada en árabe y basura, mucha basura. Hemos dejado atrás la pulcra Jerusalén para turistas.
Escena 4. Noche. Un grupo de hombres con pesados gabanes de fieltro se arremolina en torno a una pared. Acto seguido comienza un intenso soniquete de teléfonos móviles. Cuentan que en Mea Shearim nadie compra ni lee periódicos, no se escucha la radio ni se ve la televisión. Las noticias –sus noticias- corren de boca en boca tras haber sido expuestas a la luz pública en carteles como sábanas, escritos, las más de las veces, en yiddish, una mezcla de lenguas semita, germana y eslava. El hebreo, idioma sagrado, se reserva para la oración. La población ultraortodoxa que se apiña en esta pequeña cuadrícula al noroeste de la Ciudad Vieja, trata de emular la vida virtuosa de los shtetls, las aldeas centroeuropeas de las que muchas familias son originarias. Este minúsculo enclave concentra hoy el judaísmo más reaccionario e intolerante.

jueves, 3 de diciembre de 2009

Un hálito divino

A pesar de la hora temprana el día prometía que iba a ser muy caluroso. Apenas se veía actividad en la calle. El sabbath había comenzado con las últimas luces del viernes y extendería su jornada hasta la caída del sol. Las obras paralizadas, la maquinaria silenciada y los locales cerrados le daban a la calle Jaffa –ruidosa y atropellada cualquier otro día- un aspecto de escenario vacío. Nuestros estómagos rugían, dormidos aún, soñando con un desayuno. Pero la puntualidad de los ritos exige sacrificios. Supongo que forma parte de las incoherencias ateas pretender acercarse y aspirar a aprehender los símbolos y las experiencias que brindan a sus fieles las diferentes religiones. Nuestro destino era la Iglesia Catedral de Santiago, en el corazón del barrio armenio. Éste se encuentra dentro de las murallas de la Ciudad Vieja y es, a su vez, un recinto amurallado conformado por un conjunto de edificios religiosos y civiles que rodean –casi pareciera que defienden- el Monasterio Ortodoxo Armenio y la Catedral. El monasterio no se puede visitar porque en él residen los monjes –por su aspecto casi se diría que monaguillos- que tuvimos la ocasión de escuchar. No eran más de doce, con hábitos verdes, siguiendo unos cuidados movimientos a lo largo de toda la liturgia cantada. Un páter –con casulla de brillantes brocados- oficiaba la ceremonia, al que se unían, de vez en cuando, otros hermanos de la congregación, de riguroso negro y tocados con capucha. Acostumbrados a la sencilla misa católica –llamada latina por estas latitudes- seguir las posiciones estratégicas que cada cual iba ocupando a lo largo de la ceremonia, al ritmo de sus cánticos pre-bizantinos, era lo más parecido a contemplar una partida de ajedrez a tamaño natural. El ambiente condensado de incienso, los antiquísimos candiles –que llevan tiñendo de gris durante siglos las paredes de la catedral- como única fuente de luz, el toque kitsch de una especie de “huevos de pascua” de diferentes tamaños y colores colgando del techo…, una atmósfera en la que casi sentías lástima por no creer en algo más, por tener conciencia plena de que, a pesar de la cuidada estética de la representación, no alcanzarías a vivir ninguna experiencia mística. Los únicos espectadores éramos nosotros. Sentados en otros de los bancos que hay pegados a la pared estaban una familia de aspecto humilde –el padre, la madre y dos pequeños- , una joven pareja vestida a la occidental y una mujer mayor que bisbiseaba todas las oraciones. Todas esas personas eran armenias y todas –incluidas el niño y la niña- comulgaron. La pareja había venido expresamente ya que, en un momento del oficio, se les hizo llamar y pasaron a una de las pequeñas capillas laterales. Supusimos que eran recién casados y nos quedamos con la duda de si la tradición es obtener la bendición o, por el contrario, dejar una ofrenda en alguna de las tumbas de los santos. Al finalizar la misa la mujer sola se fue sin más, debía de formar parte de su rutina asistir al oficio. La familia al completo se levantó y besó la mano del oficiante. Mientras caminábamos por el interior de la catedral (durante el culto otro de los monjes de negro nos había recriminado cualquier movimiento) no pudimos evitar seguir con la mirada a esa emocionada familia. Aunque en un idioma ilegible para nosotros, no se podía ocultar un tono empañado en las voces de ese hombre, de aquella mujer.
La historia del pueblo armenio es una historia dura. Durante el genocidio perpetrado por los turcos –en el que un millón de personas fueron masacradas- miles de refugiados fueron recibidos por el Patriarcado Armenio Ortodoxo de Jerusalén. Además del bíblico monte Ararat, la tradición obliga al cristiano armenio a peregrinar a Jerusalén una vez en la vida. ¿Habrían cumplido su sueño?
Por más trascendencia que queramos buscarle a la vida, la fisiología viene a recordarnos nuestra condición mortal. A buen seguro que aquella familia hubiera imaginado otras circunstancias para su visita pero "el cuerpo de Dios" se le atragantó a una hora tan temprana a su hija. La pequeña vomitó sobre una de las alfombras de la catedral en medio del asombro del sacerdote, el sonrojo de sus padres y el sincopado movimiento de los monaguillos que, con toda dulzura y amabilidad, limpiaron los restos de aquel hálito divino.

domingo, 29 de noviembre de 2009

El vacío inmenso





Con un kilómetro cuadrado de superficie y alrededor de 40.000 personas en su interior, la Ciudad Vieja de Jerusalén es una de las áreas más densas de la Tierra. Si en cualquier tranquila esquina del mundo la videovigilancia se nos ha impuesto como una necesidad, en uno de sus puntos calientes no resulta extraña la presencia constante de esos ojos electrónicos a los que –por nuestra seguridad- ya nos vamos acostumbrando. Sólo en el recinto amurallado hay más de 300 cámaras de vigilancia. Graban las idas y venidas de sus habitantes, el deambular cansino de los grupos de turistas por los bazares y el fervor de miles de creyentes en busca de una señal divina. Si el Monte del Templo y el Muro de las Lamentaciones representan los hitos de la fe musulmana y judía, respectivamente, el cristianismo brinda todo un itinerario a sus fieles: la Vía Dolorosa.

Antes de iniciar el recorrido por las estaciones del via crucis entramos en el convento de Santa Ana. Alberga los restos de unas antiguas cisternas que debieron de utilizarse a modo de sanatorio para pobres. En este recinto se hace palpable que la Jerusalén bíblica está varios metros por debajo de la que hoy se pisa. Nos llaman la atención unas voces procedentes de una pequeña iglesia. De pie, entrelazados por las manos, hay un grupo de personas que manifiesta su fe cantando. Esta basílica de líneas sobrias es, al parecer, famosa por su acústica y atrae a grupos religiosos que en lugar de rezar en silencio y soledad, disfrutan y regalan a curiosos despistados un rato de felices voces celestiales.

Fue la emperatriz Helena, madre de Constantino, dándose un paseo por estas tierras –nada menos que tres siglos después de la crucifixión- quien decidió la ubicación de los santos lugares. Semejante salto temporal resta fiabilidad a la localización actual de los hitos de este “parque temático” del cristianismo. Que sea o no el lugar exacto en que Jesús fue bajado de la cruz no resta, sin embargo, emoción a la postración de una joven sobre la piedra de la unción, ni recogimiento a una monja de cuyo calvario hemos sido testigos en varias estaciones hasta llegar a la capilla del Santo Sepulcro. Erigida sobre el Gólgota –el monte Calvario latino- en el que las excavaciones promovidas por Santa Helena hallaron la veracruz, hoy acoge a quienes comparten con ella una devoción irracional.

Las cámaras de seguridad que salpican la Vía Dolorosa quizás graben estos momentos de pasión. Pero en ninguna quedará registrado lo que Juan Goytisolo llama “el tiempo de la agonía, el vacío inmenso que todas las religiones colman con visiones dulzonas o espeluznantes”.

jueves, 5 de noviembre de 2009

... en un desierto domesticado


Las murallas de Jerusalén no acaban aquí. Existe un recinto amurallado “informal” que crece –y se ciñe en paralelo al muro- extendiéndose sobre el seco terreno. Sigue sus curvas de nivel, se adapta a las irregularidades de los wadis, se encarama a lo alto de las lomas y asume el papel de vigía. Es el cordón de colonias judías en Jerusalén Oriental. Los asentamientos en territorio palestino son una suerte de línea de defensa en movimiento. Ilegales, desde la óptica del derecho internacional, estos aparentes “barrios tranquilos” son una muestra del pragmatismo judío, ese principio de que todo funcione al precio que sea. Sólo un espíritu pragmático puede explicar que intelectuales, supuestamente de izquierdas e integrantes de movimientos en favor de la paz -como Amos Oz-, vieran necesario el ataque a Gaza de diciembre de 2008, llegando a justificar -caso de Abraham Yehoshua- la extrema violencia del ataque en la mayor capacidad de resistencia del pueblo palestino (como eres más fuerte te puedo golpear más...).
Tejados a dos aguas en bloques uniformes revestidos de piedra sin apenas ventanas…, nada que recuerde a una arquitectura tradicional. Cánones de ciudad jardín en el desierto. Atravesarlos es como entrar en una "hiperrealidad": la sensación es una mezcla de American Beauty y El show de Truman. Una red de carreteras de uso exclusivo comunica estas ciudades dormitorio (dependientes en todo del exterior) entre sí evitando cualquier "contaminación" procedente de los territorios circundantes y aislando, aun más, a los barrios árabes de Jerusalén. Con razón hay quien dice que Jerusalén es, en sí misma, la ocupación. Sólo cabe concluir que Israel es el único estado moderno gobernado desde una fortaleza.

Una tragedia geométrica...


Jerusalén es, en pleno siglo XXI, una ciudad amurallada. El Imperio Otomano dejó constancia de la importancia militar que le otorgaba a la ciudad construyendo las murallas de Suleimán el Magnífico. Todavía hoy guardan los secretos de la Ciudad Vieja. Cada una de sus puertas es una tentadora invitación a descubrir las intrigas, las pasiones, los anhelos…, los hilos que tejen la historia de la humanidad. La mayoría de esas puertas no da la bienvenida abiertamente: un recodo obliga a girar en ángulo recto para salvar su paso. Las arduas maniobras de los coches para acceder al recinto atestiguan lo efectiva que debió de resultar en el pasado tan sencilla táctica defensiva. En la actualidad, a cierta distancia de estas bellas murallas se alza otro cordón de seguridad. Es el muro del apartheid, el muro de la vergüenza, el muro…, a secas. Seca es la tierra que lo rodea y seca, la impresión que produce. Y es que, en ocasiones, nuestras imágenes preconcebidas se ven superadas por la crudeza y la brutalidad de la realidad.

Qalandiya es el paso principal hacia el norte de los territorios ocupados, la salida natural hacia Ramallah, la capital de Cisjordania. Es el check-point que a diario miles de palestinos y palestinas –siempre que tengan permiso de trabajo concedido por las autoridades israelíes- cruzan para ganarse la vida. El muro ha pasado a formar parte de sus vidas. No lo miran, no les sorprende, simplemente, lo soportan. Les resulta tan cotidiano como el puesto de comida que hay en medio de la caótica rotonda, como si llevara ahí toda la vida. Me equivoco en mi diagnóstico. En el autobús de regreso aprovecho las continuas paradas para hacer fotos. Una mujer se dirige a mí en árabe. Su boca, sin dientes, desfigura su rostro y le hace aparentar mayor de lo que seguramente es. Me siento increpada sin saber qué decir –esa sensación de turista invadiendo espacios ajenos- hasta que un hombre que viaja en el asiento delantero se ofrece espontáneamente como intérprete. Dice que se alegra de que hagas fotos –me aclara- para que luego lo puedas contar.