Del lugar en el que tenemos razón...

...nunca brotarán
las flores en primavera.
Espero que los versos de Yehuda Amijai acompañen cada entrada a este blog. No sé cuanto durará la idea de publicar los recuerdos e impresiones de un viaje que ha tenido como guía excepcional el libro al que he robado el título para la cabecera del blog. Así que, con permiso del Sr. Dezcallar..., empiezo.

domingo, 29 de noviembre de 2009

El vacío inmenso





Con un kilómetro cuadrado de superficie y alrededor de 40.000 personas en su interior, la Ciudad Vieja de Jerusalén es una de las áreas más densas de la Tierra. Si en cualquier tranquila esquina del mundo la videovigilancia se nos ha impuesto como una necesidad, en uno de sus puntos calientes no resulta extraña la presencia constante de esos ojos electrónicos a los que –por nuestra seguridad- ya nos vamos acostumbrando. Sólo en el recinto amurallado hay más de 300 cámaras de vigilancia. Graban las idas y venidas de sus habitantes, el deambular cansino de los grupos de turistas por los bazares y el fervor de miles de creyentes en busca de una señal divina. Si el Monte del Templo y el Muro de las Lamentaciones representan los hitos de la fe musulmana y judía, respectivamente, el cristianismo brinda todo un itinerario a sus fieles: la Vía Dolorosa.

Antes de iniciar el recorrido por las estaciones del via crucis entramos en el convento de Santa Ana. Alberga los restos de unas antiguas cisternas que debieron de utilizarse a modo de sanatorio para pobres. En este recinto se hace palpable que la Jerusalén bíblica está varios metros por debajo de la que hoy se pisa. Nos llaman la atención unas voces procedentes de una pequeña iglesia. De pie, entrelazados por las manos, hay un grupo de personas que manifiesta su fe cantando. Esta basílica de líneas sobrias es, al parecer, famosa por su acústica y atrae a grupos religiosos que en lugar de rezar en silencio y soledad, disfrutan y regalan a curiosos despistados un rato de felices voces celestiales.

Fue la emperatriz Helena, madre de Constantino, dándose un paseo por estas tierras –nada menos que tres siglos después de la crucifixión- quien decidió la ubicación de los santos lugares. Semejante salto temporal resta fiabilidad a la localización actual de los hitos de este “parque temático” del cristianismo. Que sea o no el lugar exacto en que Jesús fue bajado de la cruz no resta, sin embargo, emoción a la postración de una joven sobre la piedra de la unción, ni recogimiento a una monja de cuyo calvario hemos sido testigos en varias estaciones hasta llegar a la capilla del Santo Sepulcro. Erigida sobre el Gólgota –el monte Calvario latino- en el que las excavaciones promovidas por Santa Helena hallaron la veracruz, hoy acoge a quienes comparten con ella una devoción irracional.

Las cámaras de seguridad que salpican la Vía Dolorosa quizás graben estos momentos de pasión. Pero en ninguna quedará registrado lo que Juan Goytisolo llama “el tiempo de la agonía, el vacío inmenso que todas las religiones colman con visiones dulzonas o espeluznantes”.

jueves, 5 de noviembre de 2009

... en un desierto domesticado


Las murallas de Jerusalén no acaban aquí. Existe un recinto amurallado “informal” que crece –y se ciñe en paralelo al muro- extendiéndose sobre el seco terreno. Sigue sus curvas de nivel, se adapta a las irregularidades de los wadis, se encarama a lo alto de las lomas y asume el papel de vigía. Es el cordón de colonias judías en Jerusalén Oriental. Los asentamientos en territorio palestino son una suerte de línea de defensa en movimiento. Ilegales, desde la óptica del derecho internacional, estos aparentes “barrios tranquilos” son una muestra del pragmatismo judío, ese principio de que todo funcione al precio que sea. Sólo un espíritu pragmático puede explicar que intelectuales, supuestamente de izquierdas e integrantes de movimientos en favor de la paz -como Amos Oz-, vieran necesario el ataque a Gaza de diciembre de 2008, llegando a justificar -caso de Abraham Yehoshua- la extrema violencia del ataque en la mayor capacidad de resistencia del pueblo palestino (como eres más fuerte te puedo golpear más...).
Tejados a dos aguas en bloques uniformes revestidos de piedra sin apenas ventanas…, nada que recuerde a una arquitectura tradicional. Cánones de ciudad jardín en el desierto. Atravesarlos es como entrar en una "hiperrealidad": la sensación es una mezcla de American Beauty y El show de Truman. Una red de carreteras de uso exclusivo comunica estas ciudades dormitorio (dependientes en todo del exterior) entre sí evitando cualquier "contaminación" procedente de los territorios circundantes y aislando, aun más, a los barrios árabes de Jerusalén. Con razón hay quien dice que Jerusalén es, en sí misma, la ocupación. Sólo cabe concluir que Israel es el único estado moderno gobernado desde una fortaleza.

Una tragedia geométrica...


Jerusalén es, en pleno siglo XXI, una ciudad amurallada. El Imperio Otomano dejó constancia de la importancia militar que le otorgaba a la ciudad construyendo las murallas de Suleimán el Magnífico. Todavía hoy guardan los secretos de la Ciudad Vieja. Cada una de sus puertas es una tentadora invitación a descubrir las intrigas, las pasiones, los anhelos…, los hilos que tejen la historia de la humanidad. La mayoría de esas puertas no da la bienvenida abiertamente: un recodo obliga a girar en ángulo recto para salvar su paso. Las arduas maniobras de los coches para acceder al recinto atestiguan lo efectiva que debió de resultar en el pasado tan sencilla táctica defensiva. En la actualidad, a cierta distancia de estas bellas murallas se alza otro cordón de seguridad. Es el muro del apartheid, el muro de la vergüenza, el muro…, a secas. Seca es la tierra que lo rodea y seca, la impresión que produce. Y es que, en ocasiones, nuestras imágenes preconcebidas se ven superadas por la crudeza y la brutalidad de la realidad.

Qalandiya es el paso principal hacia el norte de los territorios ocupados, la salida natural hacia Ramallah, la capital de Cisjordania. Es el check-point que a diario miles de palestinos y palestinas –siempre que tengan permiso de trabajo concedido por las autoridades israelíes- cruzan para ganarse la vida. El muro ha pasado a formar parte de sus vidas. No lo miran, no les sorprende, simplemente, lo soportan. Les resulta tan cotidiano como el puesto de comida que hay en medio de la caótica rotonda, como si llevara ahí toda la vida. Me equivoco en mi diagnóstico. En el autobús de regreso aprovecho las continuas paradas para hacer fotos. Una mujer se dirige a mí en árabe. Su boca, sin dientes, desfigura su rostro y le hace aparentar mayor de lo que seguramente es. Me siento increpada sin saber qué decir –esa sensación de turista invadiendo espacios ajenos- hasta que un hombre que viaja en el asiento delantero se ofrece espontáneamente como intérprete. Dice que se alegra de que hagas fotos –me aclara- para que luego lo puedas contar.

domingo, 1 de noviembre de 2009

Imágenes III




Imágenes II: muros


La última pieza de este explosivo puzzle es la de encajar la Explanada de las Mezquitas encima del lugar más sagrado para el judaísmo. Cuando Ariel Sharon visitó la explanada quería afirmar los derechos del pueblo judío sobre la plataforma del templo –el tercero, que habrá de construirse con el advenimiento del Mesías- dejando claro que jamás se cederá su soberanía al pueblo palestino. El único resto en pie, un minúsculo contrafuerte, del segundo templo –el de Herodes, el primero fue el de Salomón- es el Muro de las Lamentaciones. Da igual que deambules sin un rumbo marcado, todos los pasos que des en Jerusalén te llevarán al lugar más telúrico de la ciudad. Callejeando por el barrio judío no hay más que dejarse llevar para alcanzar un mirador. Desde lo alto, con la distancia emocional que da el ateísmo, se tiene una perspectiva casi zoológica de lo que allí abajo acontece. La explanada que se abre frente al muro –y por la que desfilan curiosos, turistas y acompañantes hipnotizados por el espectáculo en que se ha convertido el ritual de la oración- se habilitó, tras la Guerra de los Seis Días y la toma de Jerusalén Este por el Tsahal (el ejército israelí), con la demolición de las casas árabes que allí había. Y es que, no deja de ser irónico que el lugar más santo del judaísmo esté en el corazón del viejo barrio árabe. Constituye toda una experiencia contemplar los andares nerviosos de los judíos ortodoxos atravesándolo. A la ida, como con prisa por cumplir con ese Dios vengador que, si bien lleva varios milenios de retraso, al parecer no admite la impuntualidad. A la vuelta, y en apariencia sin la paz que han ido a buscar, sus pasos se transforman en una danza que esquiva, con elegante escenografía, los cuerpos y ojos de los goyim (no judíos), no vaya a mancillar un cruce de miradas la pureza alcanzada tras la oración.
Quizás si alzaran la vista verían que ahí mismo, cerca de sus rezos, al otro lado del valle de Josafat, se alza otro muro. A lo mejor es por vergüenza que van siempre con la mirada clavada en el suelo…

Imágenes I: una explanada


El tiempo que nos ha tocado vivir no nos permite disfrutar de la “primera vez” en los viajes. Imágenes cientos, miles de veces reproducidas, van construyendo nuestra preconcepción del mundo. Y un día, como si de un puzzle se tratara, encajas la penúltima pieza –sobre el intrincado laberinto de calles de la Ciudad Vieja de Jerusalén- y descubres el fulgor de la Cúpula de la Roca robándole sus últimos rayos al sol poniente para regalar al visitante la imagen deseada. Esa cúpula de pan de oro es un lugar santo para los musulmanes porque, dicen, la roca que alberga fue el lugar del interrumpido sacrificio del hijo de Abraham y es, además, el punto desde el cual ascendió Mahoma a los cielos.

No hay mezquita en Oriente Medio que no tenga una reproducción del noble santuario o Haram al Sharif. El nombre designa la superficie de jardines y fuentes con la cúpula, más o menos, en su centro y en cuyo extremo sur se sitúa la mezquita Al-Aqsa. Ésta es, según los preceptos islámicos, la verdaderamente santa porque allí Dios hizo que se juntaran una noche Mahoma, Jesús y Moisés –su trío de ases de profetas- para rezar. A pesar de todo, ni posee el hechizo de una brillante cúpula ni le adornan exquisitos mosaicos lapislázuli. Para los hombres y las mujeres que vienen a orar a este tranquilo paraje será difícil –a menos que no levanten la mirada del suelo- evitar la vista de una especie de bastión militar con una bandera israelí y un enorme candelabro en lo alto. Ese búnker frío e impersonal que se contempla desde la plataforma es el barrio judío.

Sólo desde este punto se puede entender la ofensa que para el pueblo árabe supuso la visita de Ariel Sharon en septiembre de 2000. En plenas conversaciones de Camp David –fallidas, una vez más, por la falta de acuerdo sobre Jerusalén-, el entonces líder de la oposición quiso dejar claro, de manera más que simbólica, el carácter “eterno e indivisible” de la capital. Aquella visita, rodeada de un ofensivo aparato de seguridad israelí, fue el inicio de la segunda intifada. Y tuvo, además, el efecto de una bomba de relojería retardada: Israel eligió como primer ministro al hombre que tenía a sus espaldas las masacres de Sabra y Shatila. Sólo hacía falta asfixiar aun más, si cabe, los territorios ocupados. Sería cuestión de tiempo que una población sometida a todo tipo de privaciones y humillaciones se revelara. Quien ya había demostrado sin pudor que su estrategia era la represalia masiva, tuvo en la ola de atentados suicidas la justificación para iniciar una política de exterminio hacia el pueblo palestino. La manifestación más esperpéntica y cruel de esta política ha sido la construcción del muro.