Del lugar en el que tenemos razón...

...nunca brotarán
las flores en primavera.
Espero que los versos de Yehuda Amijai acompañen cada entrada a este blog. No sé cuanto durará la idea de publicar los recuerdos e impresiones de un viaje que ha tenido como guía excepcional el libro al que he robado el título para la cabecera del blog. Así que, con permiso del Sr. Dezcallar..., empiezo.

jueves, 17 de septiembre de 2009

Shylock en el desierto


La mejor forma de recorrer los escasos 60 kilómetros que separan Tel Aviv de Jerusalén es en tren. El viaje dura hora y media, trayecto que permite cubrir la distancia física y, también, los tiempos diferentes en que ambas ciudades viven. La arena y la liviandad de la vida junto al mar dan paso a la piedra y la pesadumbre de llevar a cuestas 3.000 años de historia. Todavía en la llanura costera atravesamos Lod y Ramla, dos ciudades de origen árabe, convertidas hoy en suburbios de Tel Aviv. Muy lentamente las plantaciones de frutales van cediendo el agreste terreno a los olivos. La ascensión a Judea -que salva unos 600 metros de desnivel- resulta casi imperceptible, de tal suerte que en un momento dado la vista parece acostumbrarse a la monotonía de la greda y la vegetación rala. El tren serpentea por los wadis y, a ratos, parece detenerse, como para darle tiempo al turista a reconocer escenarios bíblicos. Los escuálidos pinos de Alepo contemplan sobre las laderas su traqueteo, imperturbables, cual monjes estilitas en el desierto. Es buen momento para darse a la lectura...

Tres mil ducados es el préstamo que el judío Shylock le hace a Antonio, el mercader de Venecia, dinero que, de no devolverse en el plazo acordado, aquél se cobrará en una libra de carne del propio cuerpo del mercader. Con este argumento Shakespeare expuso en su obra -quien sabe si para justificarlo- el antisemitismo imperante en la Europa de la época. Y cuatro siglos después le sirven de excusa a Philip Roth para reflexionar en su novela "Operación Shylock" sobre la condición judía. El tren enfila la apartada estación de Jerusalén. Hay que visitar esta ciudad para aproximarse, siquiera superficialmente, al significado de esta compleja circunstancia.

Diásporas


Cerca de la Puerta de Jaffa, en Jerusalén, hay un zoco propiedad del Patriarcado Ortodoxo Griego. Es un lugar encantador donde se ubican un local de copas, una peluquería –también aquí, como en el resto de Israel, secan las toallas a la vista de paseantes y turistas, colgadas en tendales portátiles-, un pequeño hotel y un café-bar que convertimos en nuestra guarida frente al calor de aquellos días. La familia que lo regenta es árabe cristiana. En el lugar del mundo donde quizá más importancia tienen los símbolos, los árabes cristianos no olvidan colgarse al cuello llamativos crucifijos. Un día, mientras disfrutábamos de un zumo de naranja, uno de los jóvenes de la familia nos tendió un álbum de fotos.

Mostraban imágenes antiguas –la mayoría de la época del mandato británico- que recreaban parte de la historia del pueblo árabe en estas tierras: la pequeña aldea de Belén –Beit Lekhem, la casa de la carne en árabe- en un tiempo lejanísimo en que no existían tour-operadores religiosos; caravanas de beduinos a las puertas del oasis de Jericó; o la visita del káiser Guillermo II a Jerusalén, cuya entrada a la Ciudad Vieja en coche dejó como recuerdo la enorme cicatriz de la muralla junto a la Puerta de Jaffa. Entre aquellas fotos también estaba la de una muchedumbre intentando subirse a unas barcas de pescadores.

En Tel Aviv habíamos visitado Beth Hatefutsoth, el museo de la diáspora. Cuando oímos este término tendemos a pensar de forma refleja en la diáspora judía, algo que no es ajeno a nuestra herencia cultural, aunque también puede deberse a cierto sentimiento de culpa colectiva. Aquella foto, sin embargo, era la imagen de la diáspora. La fotografía estaba tomada en 1948 en el puerto de Jaffa, probablemente no muy lejos del pequeño faro que, inservible, hoy ya no luce ante la inminente remodelación en puerto deportivo. Tan sólo unos días antes habíamos paseado por esa curva que dibuja el puerto, frente a las rocas de Andrómeda, un nombre tan envolvente como temido por los marineros de otros tiempos. En los paneles turísticos de la ciudad vieja nada hace mención –de forma casi milagrosa- a los más de 2.000 años de presencia árabe. En esta Jaffa milenaria todo es poco para atraer al arte y embellecer la barbarie.

domingo, 13 de septiembre de 2009

Bandera negra

Un edificio de oficinas de más de diez plantas alberga el Ayuntamiento de Tel Aviv. Pese a los juegos de colores que pretenden sus cristaleras no puede ocultar un diseño de corte soviético. Se abre a una plaza que recuerda, igualmente, las grandes explanadas, esos no-lugares destinados, en su día, a ensalzar a los caudillos del otro lado del telón de acero. Los urbanistas también quisieron reservar aquí un espacio para proclamas, de tal manera que la superficie delante del edificio queda, a modo de plataforma, en un nivel superior al resto de la plaza. De esa plataforma descendía Isaac Rabin el día que fue asesinado tras un discurso a favor del proceso de paz. Aquella “paz por territorios” era vista por los sectores israelíes más ortodoxos como una traición a la que, amparándose incluso en la ley judía, había que oponerse. Según Yigal Amir, el “iluminado” judío ultra-religioso que le disparó, se estaba entregando el país a los palestinos. Cumple cadena perpetua.

Isaac Rabin fue, como tantos otros líderes israelíes, un halcón que cambió las armas por la política. Los acuerdos de Oslo, vistos con la perspectiva que da el tiempo, son la jugada maestra de un estratega militar. La matriz de control que suponían sobre el territorio palestino –control de fronteras, movimientos de población, intercambios comerciales, vías de comunicación, acceso al agua…- hacía inviable la posibilidad de “algo” parecido a un Estado. Sólo el área C, de acceso prohibido a la población palestina, representa el 60% de la Orilla Occidental. Ni que decir tiene que la matriz citada sobre el área B –de control conjunto entre la Autoridad Nacional Palestina (ANP) y las Fuerzas de Defensa de Israel (FDI)- y el área A –que "controla" la ANP- imposibilita de facto la continuidad y autonomía territoriales. Israel supo vender a su opinión pública la idea –hoy repetida como un mantra- de que, mientras ellos habían sido generosos en sus propuestas, los árabes no quisieron la paz. Si bien es cierto que esta matriz iba a ser temporal, bastaría estudiar cualquier mapa para confiar en las teorías más suspicaces, las que ven en Oslo el inicio de un plan de bantustanización que ha desembocado en la situación actual.

Aunque la historia –con mayúsculas- acogerá a Isaac Rabin como un héroe, su historial militar luce una bandera negra. En el imaginario colectivo israelí se utiliza esta expresión para designar las órdenes militares ilegales –y que, por tanto, habría que negarse a cumplir-, a raíz de una sentencia judicial que recogía que sobre ellas debía ondear una “bandera negra” en señal de su manifiesta ilegalidad. Hay otra historia –con minúsculas- que recordará a Rabin como el “quebrantahuesos”, quien durante la primera intifada, siendo entonces ministro de Defensa, dio la orden de romper los huesos de los niños palestinos que se enfrentaban con piedras al ejército de ocupación. Una especie de túmulo y una placa con su nombre se levanta en el sitio donde fue abatido a tiros, en una esquina de la inmensa plaza. Es un homenaje discreto. Quizá no merezca más recuerdo el responsable de tantos abrazos rotos…

martes, 1 de septiembre de 2009

Playas


Se puede descender a la playa de Jaffa callejeando por el barrio maronita. Aquí los bloques de viviendas se transforman en residencias de aspecto acomodado, en las que buganvillas y jazmines saltan las tapias compitiendo en exhuberancia. Las casas bajas, con hechuras de pescador, marcan la barrera de cristal que da paso al barrio árabe. Abiertas de par en par, muestran estancias habitadas por los descendientes de quienes no abandonaron la ciudad. Ser árabe israelí en un Estado que se define judío es saberse relegado como ciudadano, condenado a una resistencia silenciosa. Las gallinas picotean el seco terreno ajenas a las señales de innumerables antenas parabólicas. Son el hilo que conecta con los países hermanos que rodean, abrazan, la isla que supone Israel en Oriente Medio.
Unas gruesas mujeres con hiyab y túnica bajan a la playa seguidas por un tropel de pequeños. Sus pieles morenas contrastan con el color, casi translúcido, de una familia ultraortodoxa. Algo en esta estampa no encaja, o el sol mediterráneo se equivoca de latitud o es esta familia importada/impostada de una aldea centroeuropea. El padre luce tirabuzones, igual que su vástago que apenas alcanza los cinco años. La madre, mucho más joven, cubre su cabeza con un pañuelo que recoge su pelo. Hace mucho calor pero eso no impide que, tanto ella como las dos niñas, vistan medias, largas y oscuras faldas y jerseys hasta media manga.
Si siguiéramos hacia el norte, nos cruzaríamos con los cuerpos dorados y esculturales de los sabras –los judíos ya nacidos en Israel- que lucen palmito en cualquiera de las playas de Tel Aviv. Pero esto es Jaffa. Ninguno de los dos grupos –dos mundos- que se han cruzado se acerca a la orilla. Rodean un enorme montículo cultivado de césped. Aquí, al lado de la línea de costa, llama la atención. Resulta ser una colina artificial formada por las ruinas de las casas árabes que las tropas judías destrozaron cuando tomaron la ciudad y que, durante décadas, se utilizó como vertedero. Ahora, sellado y acondicionado, se antoja un buen mirador donde esperar la puesta de sol. Bien mirado, a lo mejor siempre contemplamos el horizonte desde unas ruinas.

Un monasterio triste

La calle Jeffet mantiene un inconfundible sabor árabe. Siguiendo su curva ascendente se alcanza una especie de Babel de religiones, una zona de la vieja ciudad donde se mezclan una residencia y capilla anglicanas –que bien podrían estar en una aldea del condado de Dorset-, un monasterio copto o una iglesia maronita, salpicados a lo lejos por los alminares de las mezquitas del contiguo barrio árabe. Los maronitas son los cristianos con raíces más antiguas en estas tierras y, para quienes no estamos habituados a tantas parcelas dentro de una misma fe, nos resulta cómodo asimilarlos a los cristianos libaneses. No dábamos con el monasterio copto –nunca habíamos visto un edificio de esta confesión- y optamos por pedir ayuda. El hombre al que preguntamos llevaba en la solapa una tarjeta que le identificaba como trabajador del consulado británico, si bien su aspecto desmentía cualquier origen anglosajón. Muy sorprendido de ver a unos turistas despistados en su barrio, y más aún de que estuviéramos buscando el monasterio, nos aclaró con cierto orgullo que él era maronita.

Los coptos, por su parte, son los cristianos árabes procedentes de Egipto (el nombre deriva, al parecer, de una deformación del gentilicio) y representan una de las pequeñas herejías cristianas: son monofisistas, es decir, sólo creen en la naturaleza divina de Jesucristo, negándole sus atributos humanos. Aunque numerosos en su país de origen, la presencia aquí de estos fieles ha ido pareja a las relaciones diplomáticas de Egipto con las autoridades al mando de Tierra Santa. El estado en que se encuentra el monasterio puede verse como un reflejo de la actual coyuntura entre Israel y su vecino del sur. El monasterio, vacío y desconchado, está tomado por una legión de plantas que se han hecho fuertes tras sus muros. Su prestancia está fuera de lugar, como si alguien se hubiese tomado la molestia de trasplantar el edificio y el jardín que lo circunda a una plaza limitada por humildes bloques de viviendas con un parque infantil en su centro. Unos niños árabes se columpian y las arcadas ojivales del monasterio que los contemplan parecieran tomar la forma de unos ojos ojerosos y tristes, los ojos de un viejo que expira dejando que la vida, impetuosa, se abra paso detrás suyo.