Del lugar en el que tenemos razón...

...nunca brotarán
las flores en primavera.
Espero que los versos de Yehuda Amijai acompañen cada entrada a este blog. No sé cuanto durará la idea de publicar los recuerdos e impresiones de un viaje que ha tenido como guía excepcional el libro al que he robado el título para la cabecera del blog. Así que, con permiso del Sr. Dezcallar..., empiezo.

jueves, 3 de diciembre de 2009

Un hálito divino

A pesar de la hora temprana el día prometía que iba a ser muy caluroso. Apenas se veía actividad en la calle. El sabbath había comenzado con las últimas luces del viernes y extendería su jornada hasta la caída del sol. Las obras paralizadas, la maquinaria silenciada y los locales cerrados le daban a la calle Jaffa –ruidosa y atropellada cualquier otro día- un aspecto de escenario vacío. Nuestros estómagos rugían, dormidos aún, soñando con un desayuno. Pero la puntualidad de los ritos exige sacrificios. Supongo que forma parte de las incoherencias ateas pretender acercarse y aspirar a aprehender los símbolos y las experiencias que brindan a sus fieles las diferentes religiones. Nuestro destino era la Iglesia Catedral de Santiago, en el corazón del barrio armenio. Éste se encuentra dentro de las murallas de la Ciudad Vieja y es, a su vez, un recinto amurallado conformado por un conjunto de edificios religiosos y civiles que rodean –casi pareciera que defienden- el Monasterio Ortodoxo Armenio y la Catedral. El monasterio no se puede visitar porque en él residen los monjes –por su aspecto casi se diría que monaguillos- que tuvimos la ocasión de escuchar. No eran más de doce, con hábitos verdes, siguiendo unos cuidados movimientos a lo largo de toda la liturgia cantada. Un páter –con casulla de brillantes brocados- oficiaba la ceremonia, al que se unían, de vez en cuando, otros hermanos de la congregación, de riguroso negro y tocados con capucha. Acostumbrados a la sencilla misa católica –llamada latina por estas latitudes- seguir las posiciones estratégicas que cada cual iba ocupando a lo largo de la ceremonia, al ritmo de sus cánticos pre-bizantinos, era lo más parecido a contemplar una partida de ajedrez a tamaño natural. El ambiente condensado de incienso, los antiquísimos candiles –que llevan tiñendo de gris durante siglos las paredes de la catedral- como única fuente de luz, el toque kitsch de una especie de “huevos de pascua” de diferentes tamaños y colores colgando del techo…, una atmósfera en la que casi sentías lástima por no creer en algo más, por tener conciencia plena de que, a pesar de la cuidada estética de la representación, no alcanzarías a vivir ninguna experiencia mística. Los únicos espectadores éramos nosotros. Sentados en otros de los bancos que hay pegados a la pared estaban una familia de aspecto humilde –el padre, la madre y dos pequeños- , una joven pareja vestida a la occidental y una mujer mayor que bisbiseaba todas las oraciones. Todas esas personas eran armenias y todas –incluidas el niño y la niña- comulgaron. La pareja había venido expresamente ya que, en un momento del oficio, se les hizo llamar y pasaron a una de las pequeñas capillas laterales. Supusimos que eran recién casados y nos quedamos con la duda de si la tradición es obtener la bendición o, por el contrario, dejar una ofrenda en alguna de las tumbas de los santos. Al finalizar la misa la mujer sola se fue sin más, debía de formar parte de su rutina asistir al oficio. La familia al completo se levantó y besó la mano del oficiante. Mientras caminábamos por el interior de la catedral (durante el culto otro de los monjes de negro nos había recriminado cualquier movimiento) no pudimos evitar seguir con la mirada a esa emocionada familia. Aunque en un idioma ilegible para nosotros, no se podía ocultar un tono empañado en las voces de ese hombre, de aquella mujer.
La historia del pueblo armenio es una historia dura. Durante el genocidio perpetrado por los turcos –en el que un millón de personas fueron masacradas- miles de refugiados fueron recibidos por el Patriarcado Armenio Ortodoxo de Jerusalén. Además del bíblico monte Ararat, la tradición obliga al cristiano armenio a peregrinar a Jerusalén una vez en la vida. ¿Habrían cumplido su sueño?
Por más trascendencia que queramos buscarle a la vida, la fisiología viene a recordarnos nuestra condición mortal. A buen seguro que aquella familia hubiera imaginado otras circunstancias para su visita pero "el cuerpo de Dios" se le atragantó a una hora tan temprana a su hija. La pequeña vomitó sobre una de las alfombras de la catedral en medio del asombro del sacerdote, el sonrojo de sus padres y el sincopado movimiento de los monaguillos que, con toda dulzura y amabilidad, limpiaron los restos de aquel hálito divino.

domingo, 29 de noviembre de 2009

El vacío inmenso





Con un kilómetro cuadrado de superficie y alrededor de 40.000 personas en su interior, la Ciudad Vieja de Jerusalén es una de las áreas más densas de la Tierra. Si en cualquier tranquila esquina del mundo la videovigilancia se nos ha impuesto como una necesidad, en uno de sus puntos calientes no resulta extraña la presencia constante de esos ojos electrónicos a los que –por nuestra seguridad- ya nos vamos acostumbrando. Sólo en el recinto amurallado hay más de 300 cámaras de vigilancia. Graban las idas y venidas de sus habitantes, el deambular cansino de los grupos de turistas por los bazares y el fervor de miles de creyentes en busca de una señal divina. Si el Monte del Templo y el Muro de las Lamentaciones representan los hitos de la fe musulmana y judía, respectivamente, el cristianismo brinda todo un itinerario a sus fieles: la Vía Dolorosa.

Antes de iniciar el recorrido por las estaciones del via crucis entramos en el convento de Santa Ana. Alberga los restos de unas antiguas cisternas que debieron de utilizarse a modo de sanatorio para pobres. En este recinto se hace palpable que la Jerusalén bíblica está varios metros por debajo de la que hoy se pisa. Nos llaman la atención unas voces procedentes de una pequeña iglesia. De pie, entrelazados por las manos, hay un grupo de personas que manifiesta su fe cantando. Esta basílica de líneas sobrias es, al parecer, famosa por su acústica y atrae a grupos religiosos que en lugar de rezar en silencio y soledad, disfrutan y regalan a curiosos despistados un rato de felices voces celestiales.

Fue la emperatriz Helena, madre de Constantino, dándose un paseo por estas tierras –nada menos que tres siglos después de la crucifixión- quien decidió la ubicación de los santos lugares. Semejante salto temporal resta fiabilidad a la localización actual de los hitos de este “parque temático” del cristianismo. Que sea o no el lugar exacto en que Jesús fue bajado de la cruz no resta, sin embargo, emoción a la postración de una joven sobre la piedra de la unción, ni recogimiento a una monja de cuyo calvario hemos sido testigos en varias estaciones hasta llegar a la capilla del Santo Sepulcro. Erigida sobre el Gólgota –el monte Calvario latino- en el que las excavaciones promovidas por Santa Helena hallaron la veracruz, hoy acoge a quienes comparten con ella una devoción irracional.

Las cámaras de seguridad que salpican la Vía Dolorosa quizás graben estos momentos de pasión. Pero en ninguna quedará registrado lo que Juan Goytisolo llama “el tiempo de la agonía, el vacío inmenso que todas las religiones colman con visiones dulzonas o espeluznantes”.

jueves, 5 de noviembre de 2009

... en un desierto domesticado


Las murallas de Jerusalén no acaban aquí. Existe un recinto amurallado “informal” que crece –y se ciñe en paralelo al muro- extendiéndose sobre el seco terreno. Sigue sus curvas de nivel, se adapta a las irregularidades de los wadis, se encarama a lo alto de las lomas y asume el papel de vigía. Es el cordón de colonias judías en Jerusalén Oriental. Los asentamientos en territorio palestino son una suerte de línea de defensa en movimiento. Ilegales, desde la óptica del derecho internacional, estos aparentes “barrios tranquilos” son una muestra del pragmatismo judío, ese principio de que todo funcione al precio que sea. Sólo un espíritu pragmático puede explicar que intelectuales, supuestamente de izquierdas e integrantes de movimientos en favor de la paz -como Amos Oz-, vieran necesario el ataque a Gaza de diciembre de 2008, llegando a justificar -caso de Abraham Yehoshua- la extrema violencia del ataque en la mayor capacidad de resistencia del pueblo palestino (como eres más fuerte te puedo golpear más...).
Tejados a dos aguas en bloques uniformes revestidos de piedra sin apenas ventanas…, nada que recuerde a una arquitectura tradicional. Cánones de ciudad jardín en el desierto. Atravesarlos es como entrar en una "hiperrealidad": la sensación es una mezcla de American Beauty y El show de Truman. Una red de carreteras de uso exclusivo comunica estas ciudades dormitorio (dependientes en todo del exterior) entre sí evitando cualquier "contaminación" procedente de los territorios circundantes y aislando, aun más, a los barrios árabes de Jerusalén. Con razón hay quien dice que Jerusalén es, en sí misma, la ocupación. Sólo cabe concluir que Israel es el único estado moderno gobernado desde una fortaleza.

Una tragedia geométrica...


Jerusalén es, en pleno siglo XXI, una ciudad amurallada. El Imperio Otomano dejó constancia de la importancia militar que le otorgaba a la ciudad construyendo las murallas de Suleimán el Magnífico. Todavía hoy guardan los secretos de la Ciudad Vieja. Cada una de sus puertas es una tentadora invitación a descubrir las intrigas, las pasiones, los anhelos…, los hilos que tejen la historia de la humanidad. La mayoría de esas puertas no da la bienvenida abiertamente: un recodo obliga a girar en ángulo recto para salvar su paso. Las arduas maniobras de los coches para acceder al recinto atestiguan lo efectiva que debió de resultar en el pasado tan sencilla táctica defensiva. En la actualidad, a cierta distancia de estas bellas murallas se alza otro cordón de seguridad. Es el muro del apartheid, el muro de la vergüenza, el muro…, a secas. Seca es la tierra que lo rodea y seca, la impresión que produce. Y es que, en ocasiones, nuestras imágenes preconcebidas se ven superadas por la crudeza y la brutalidad de la realidad.

Qalandiya es el paso principal hacia el norte de los territorios ocupados, la salida natural hacia Ramallah, la capital de Cisjordania. Es el check-point que a diario miles de palestinos y palestinas –siempre que tengan permiso de trabajo concedido por las autoridades israelíes- cruzan para ganarse la vida. El muro ha pasado a formar parte de sus vidas. No lo miran, no les sorprende, simplemente, lo soportan. Les resulta tan cotidiano como el puesto de comida que hay en medio de la caótica rotonda, como si llevara ahí toda la vida. Me equivoco en mi diagnóstico. En el autobús de regreso aprovecho las continuas paradas para hacer fotos. Una mujer se dirige a mí en árabe. Su boca, sin dientes, desfigura su rostro y le hace aparentar mayor de lo que seguramente es. Me siento increpada sin saber qué decir –esa sensación de turista invadiendo espacios ajenos- hasta que un hombre que viaja en el asiento delantero se ofrece espontáneamente como intérprete. Dice que se alegra de que hagas fotos –me aclara- para que luego lo puedas contar.

domingo, 1 de noviembre de 2009

Imágenes III




Imágenes II: muros


La última pieza de este explosivo puzzle es la de encajar la Explanada de las Mezquitas encima del lugar más sagrado para el judaísmo. Cuando Ariel Sharon visitó la explanada quería afirmar los derechos del pueblo judío sobre la plataforma del templo –el tercero, que habrá de construirse con el advenimiento del Mesías- dejando claro que jamás se cederá su soberanía al pueblo palestino. El único resto en pie, un minúsculo contrafuerte, del segundo templo –el de Herodes, el primero fue el de Salomón- es el Muro de las Lamentaciones. Da igual que deambules sin un rumbo marcado, todos los pasos que des en Jerusalén te llevarán al lugar más telúrico de la ciudad. Callejeando por el barrio judío no hay más que dejarse llevar para alcanzar un mirador. Desde lo alto, con la distancia emocional que da el ateísmo, se tiene una perspectiva casi zoológica de lo que allí abajo acontece. La explanada que se abre frente al muro –y por la que desfilan curiosos, turistas y acompañantes hipnotizados por el espectáculo en que se ha convertido el ritual de la oración- se habilitó, tras la Guerra de los Seis Días y la toma de Jerusalén Este por el Tsahal (el ejército israelí), con la demolición de las casas árabes que allí había. Y es que, no deja de ser irónico que el lugar más santo del judaísmo esté en el corazón del viejo barrio árabe. Constituye toda una experiencia contemplar los andares nerviosos de los judíos ortodoxos atravesándolo. A la ida, como con prisa por cumplir con ese Dios vengador que, si bien lleva varios milenios de retraso, al parecer no admite la impuntualidad. A la vuelta, y en apariencia sin la paz que han ido a buscar, sus pasos se transforman en una danza que esquiva, con elegante escenografía, los cuerpos y ojos de los goyim (no judíos), no vaya a mancillar un cruce de miradas la pureza alcanzada tras la oración.
Quizás si alzaran la vista verían que ahí mismo, cerca de sus rezos, al otro lado del valle de Josafat, se alza otro muro. A lo mejor es por vergüenza que van siempre con la mirada clavada en el suelo…

Imágenes I: una explanada


El tiempo que nos ha tocado vivir no nos permite disfrutar de la “primera vez” en los viajes. Imágenes cientos, miles de veces reproducidas, van construyendo nuestra preconcepción del mundo. Y un día, como si de un puzzle se tratara, encajas la penúltima pieza –sobre el intrincado laberinto de calles de la Ciudad Vieja de Jerusalén- y descubres el fulgor de la Cúpula de la Roca robándole sus últimos rayos al sol poniente para regalar al visitante la imagen deseada. Esa cúpula de pan de oro es un lugar santo para los musulmanes porque, dicen, la roca que alberga fue el lugar del interrumpido sacrificio del hijo de Abraham y es, además, el punto desde el cual ascendió Mahoma a los cielos.

No hay mezquita en Oriente Medio que no tenga una reproducción del noble santuario o Haram al Sharif. El nombre designa la superficie de jardines y fuentes con la cúpula, más o menos, en su centro y en cuyo extremo sur se sitúa la mezquita Al-Aqsa. Ésta es, según los preceptos islámicos, la verdaderamente santa porque allí Dios hizo que se juntaran una noche Mahoma, Jesús y Moisés –su trío de ases de profetas- para rezar. A pesar de todo, ni posee el hechizo de una brillante cúpula ni le adornan exquisitos mosaicos lapislázuli. Para los hombres y las mujeres que vienen a orar a este tranquilo paraje será difícil –a menos que no levanten la mirada del suelo- evitar la vista de una especie de bastión militar con una bandera israelí y un enorme candelabro en lo alto. Ese búnker frío e impersonal que se contempla desde la plataforma es el barrio judío.

Sólo desde este punto se puede entender la ofensa que para el pueblo árabe supuso la visita de Ariel Sharon en septiembre de 2000. En plenas conversaciones de Camp David –fallidas, una vez más, por la falta de acuerdo sobre Jerusalén-, el entonces líder de la oposición quiso dejar claro, de manera más que simbólica, el carácter “eterno e indivisible” de la capital. Aquella visita, rodeada de un ofensivo aparato de seguridad israelí, fue el inicio de la segunda intifada. Y tuvo, además, el efecto de una bomba de relojería retardada: Israel eligió como primer ministro al hombre que tenía a sus espaldas las masacres de Sabra y Shatila. Sólo hacía falta asfixiar aun más, si cabe, los territorios ocupados. Sería cuestión de tiempo que una población sometida a todo tipo de privaciones y humillaciones se revelara. Quien ya había demostrado sin pudor que su estrategia era la represalia masiva, tuvo en la ola de atentados suicidas la justificación para iniciar una política de exterminio hacia el pueblo palestino. La manifestación más esperpéntica y cruel de esta política ha sido la construcción del muro.

domingo, 4 de octubre de 2009

Fuertes y débiles

El autobús que nos lleva desde la estación de tren hasta el hostel para en un centro comercial. Como en cualquier otro sitio, estas enormes moles antiurbanas absorben el crisol de gentes que la ciudad tamiza en barrios, en capas inmiscibles: adolescentes –en minifalda, ellas, engominados a la última, ellos- enganchados a su iPod, descuidados militares fusil en mano, inmigrantes rusos retando a la unidad del hebreo con sus periódicos… Pero sobre todo hombres, hombres de todas las edades vestidos de manera ritual, a medio camino entre el judío de la diáspora y el gánster de Brooklyn con sus sombreros de ala ancha. Niños con pelo rapado y tirabuzones esquivan la mirada ante el gentil, como un extraño anacronismo. El paisaje humano que tenemos delante resta atención a las primeras visiones de la ciudad tras los cristales. Jerusalén extramuros es una ciudad particularmente incómoda. Apostada sobre multitud de colinas, no invita a un paseo tranquilo; casi anulada por la carga simbólica de la Ciudad Vieja, ofrece puntuales incursiones a los turistas. La solución para salvar tanta cuesta es dotar a la ciudad de un tranvía. Una idea brillante en cualquier otro lugar del planeta toma aquí un matiz distinto. Con unos itinerarios diseñados, entre otras cosas, para comunicar asentamientos en Jerusalén Este con el centro de la ciudad, el tranvía se convierte en una herramienta más para avanzar en la política de anexión de territorio practicada desde 1967, a la vez que se van aislando barrios de población árabe.

En la céntrica calle Jaffa –nombre omnipresente a lo largo de todo el viaje- las obras están a pleno rendimiento. El edificio que alberga nuestro hostel tiene un aire como de viajeros de otra época. Ascendemos por una escalera de caracol hasta el segundo piso. Minúsculos balcones, apenas un saliente sobre la pared, cuelgan de su fachada de piedra. Por alguno de ellos quizás asomasen quienes el 14 de mayo de 1948, siguiendo por radio las votaciones de Naciones Unidas, celebraran llorando la declaración de independencia de Israel. El sueño romántico que nos ha asaltado por un momento se desvanece al salir a la calle. Incluso aquí, en pleno centro de la ciudad, se hace palpable el famoso y generalizado desdén en el vestir de los israelíes. Pareciera que todo el mundo hubiera tenido que salir corriendo de sus casas acuciados por las prisas o, quien sabe, por una fórmula interior que les tuviera permanentemente preparados para la huida. Como si aun no creyeran en la existencia de un Estado propio, como si no viviesen seguros la experiencia de una nación judía, como si les faltara la convicción de que de esta tierra ya nunca nadie les echará… Y es que, sentirse el más débil en un conflicto justifica no retroceder ni un palmo de terreno.

jueves, 17 de septiembre de 2009

Shylock en el desierto


La mejor forma de recorrer los escasos 60 kilómetros que separan Tel Aviv de Jerusalén es en tren. El viaje dura hora y media, trayecto que permite cubrir la distancia física y, también, los tiempos diferentes en que ambas ciudades viven. La arena y la liviandad de la vida junto al mar dan paso a la piedra y la pesadumbre de llevar a cuestas 3.000 años de historia. Todavía en la llanura costera atravesamos Lod y Ramla, dos ciudades de origen árabe, convertidas hoy en suburbios de Tel Aviv. Muy lentamente las plantaciones de frutales van cediendo el agreste terreno a los olivos. La ascensión a Judea -que salva unos 600 metros de desnivel- resulta casi imperceptible, de tal suerte que en un momento dado la vista parece acostumbrarse a la monotonía de la greda y la vegetación rala. El tren serpentea por los wadis y, a ratos, parece detenerse, como para darle tiempo al turista a reconocer escenarios bíblicos. Los escuálidos pinos de Alepo contemplan sobre las laderas su traqueteo, imperturbables, cual monjes estilitas en el desierto. Es buen momento para darse a la lectura...

Tres mil ducados es el préstamo que el judío Shylock le hace a Antonio, el mercader de Venecia, dinero que, de no devolverse en el plazo acordado, aquél se cobrará en una libra de carne del propio cuerpo del mercader. Con este argumento Shakespeare expuso en su obra -quien sabe si para justificarlo- el antisemitismo imperante en la Europa de la época. Y cuatro siglos después le sirven de excusa a Philip Roth para reflexionar en su novela "Operación Shylock" sobre la condición judía. El tren enfila la apartada estación de Jerusalén. Hay que visitar esta ciudad para aproximarse, siquiera superficialmente, al significado de esta compleja circunstancia.

Diásporas


Cerca de la Puerta de Jaffa, en Jerusalén, hay un zoco propiedad del Patriarcado Ortodoxo Griego. Es un lugar encantador donde se ubican un local de copas, una peluquería –también aquí, como en el resto de Israel, secan las toallas a la vista de paseantes y turistas, colgadas en tendales portátiles-, un pequeño hotel y un café-bar que convertimos en nuestra guarida frente al calor de aquellos días. La familia que lo regenta es árabe cristiana. En el lugar del mundo donde quizá más importancia tienen los símbolos, los árabes cristianos no olvidan colgarse al cuello llamativos crucifijos. Un día, mientras disfrutábamos de un zumo de naranja, uno de los jóvenes de la familia nos tendió un álbum de fotos.

Mostraban imágenes antiguas –la mayoría de la época del mandato británico- que recreaban parte de la historia del pueblo árabe en estas tierras: la pequeña aldea de Belén –Beit Lekhem, la casa de la carne en árabe- en un tiempo lejanísimo en que no existían tour-operadores religiosos; caravanas de beduinos a las puertas del oasis de Jericó; o la visita del káiser Guillermo II a Jerusalén, cuya entrada a la Ciudad Vieja en coche dejó como recuerdo la enorme cicatriz de la muralla junto a la Puerta de Jaffa. Entre aquellas fotos también estaba la de una muchedumbre intentando subirse a unas barcas de pescadores.

En Tel Aviv habíamos visitado Beth Hatefutsoth, el museo de la diáspora. Cuando oímos este término tendemos a pensar de forma refleja en la diáspora judía, algo que no es ajeno a nuestra herencia cultural, aunque también puede deberse a cierto sentimiento de culpa colectiva. Aquella foto, sin embargo, era la imagen de la diáspora. La fotografía estaba tomada en 1948 en el puerto de Jaffa, probablemente no muy lejos del pequeño faro que, inservible, hoy ya no luce ante la inminente remodelación en puerto deportivo. Tan sólo unos días antes habíamos paseado por esa curva que dibuja el puerto, frente a las rocas de Andrómeda, un nombre tan envolvente como temido por los marineros de otros tiempos. En los paneles turísticos de la ciudad vieja nada hace mención –de forma casi milagrosa- a los más de 2.000 años de presencia árabe. En esta Jaffa milenaria todo es poco para atraer al arte y embellecer la barbarie.

domingo, 13 de septiembre de 2009

Bandera negra

Un edificio de oficinas de más de diez plantas alberga el Ayuntamiento de Tel Aviv. Pese a los juegos de colores que pretenden sus cristaleras no puede ocultar un diseño de corte soviético. Se abre a una plaza que recuerda, igualmente, las grandes explanadas, esos no-lugares destinados, en su día, a ensalzar a los caudillos del otro lado del telón de acero. Los urbanistas también quisieron reservar aquí un espacio para proclamas, de tal manera que la superficie delante del edificio queda, a modo de plataforma, en un nivel superior al resto de la plaza. De esa plataforma descendía Isaac Rabin el día que fue asesinado tras un discurso a favor del proceso de paz. Aquella “paz por territorios” era vista por los sectores israelíes más ortodoxos como una traición a la que, amparándose incluso en la ley judía, había que oponerse. Según Yigal Amir, el “iluminado” judío ultra-religioso que le disparó, se estaba entregando el país a los palestinos. Cumple cadena perpetua.

Isaac Rabin fue, como tantos otros líderes israelíes, un halcón que cambió las armas por la política. Los acuerdos de Oslo, vistos con la perspectiva que da el tiempo, son la jugada maestra de un estratega militar. La matriz de control que suponían sobre el territorio palestino –control de fronteras, movimientos de población, intercambios comerciales, vías de comunicación, acceso al agua…- hacía inviable la posibilidad de “algo” parecido a un Estado. Sólo el área C, de acceso prohibido a la población palestina, representa el 60% de la Orilla Occidental. Ni que decir tiene que la matriz citada sobre el área B –de control conjunto entre la Autoridad Nacional Palestina (ANP) y las Fuerzas de Defensa de Israel (FDI)- y el área A –que "controla" la ANP- imposibilita de facto la continuidad y autonomía territoriales. Israel supo vender a su opinión pública la idea –hoy repetida como un mantra- de que, mientras ellos habían sido generosos en sus propuestas, los árabes no quisieron la paz. Si bien es cierto que esta matriz iba a ser temporal, bastaría estudiar cualquier mapa para confiar en las teorías más suspicaces, las que ven en Oslo el inicio de un plan de bantustanización que ha desembocado en la situación actual.

Aunque la historia –con mayúsculas- acogerá a Isaac Rabin como un héroe, su historial militar luce una bandera negra. En el imaginario colectivo israelí se utiliza esta expresión para designar las órdenes militares ilegales –y que, por tanto, habría que negarse a cumplir-, a raíz de una sentencia judicial que recogía que sobre ellas debía ondear una “bandera negra” en señal de su manifiesta ilegalidad. Hay otra historia –con minúsculas- que recordará a Rabin como el “quebrantahuesos”, quien durante la primera intifada, siendo entonces ministro de Defensa, dio la orden de romper los huesos de los niños palestinos que se enfrentaban con piedras al ejército de ocupación. Una especie de túmulo y una placa con su nombre se levanta en el sitio donde fue abatido a tiros, en una esquina de la inmensa plaza. Es un homenaje discreto. Quizá no merezca más recuerdo el responsable de tantos abrazos rotos…

martes, 1 de septiembre de 2009

Playas


Se puede descender a la playa de Jaffa callejeando por el barrio maronita. Aquí los bloques de viviendas se transforman en residencias de aspecto acomodado, en las que buganvillas y jazmines saltan las tapias compitiendo en exhuberancia. Las casas bajas, con hechuras de pescador, marcan la barrera de cristal que da paso al barrio árabe. Abiertas de par en par, muestran estancias habitadas por los descendientes de quienes no abandonaron la ciudad. Ser árabe israelí en un Estado que se define judío es saberse relegado como ciudadano, condenado a una resistencia silenciosa. Las gallinas picotean el seco terreno ajenas a las señales de innumerables antenas parabólicas. Son el hilo que conecta con los países hermanos que rodean, abrazan, la isla que supone Israel en Oriente Medio.
Unas gruesas mujeres con hiyab y túnica bajan a la playa seguidas por un tropel de pequeños. Sus pieles morenas contrastan con el color, casi translúcido, de una familia ultraortodoxa. Algo en esta estampa no encaja, o el sol mediterráneo se equivoca de latitud o es esta familia importada/impostada de una aldea centroeuropea. El padre luce tirabuzones, igual que su vástago que apenas alcanza los cinco años. La madre, mucho más joven, cubre su cabeza con un pañuelo que recoge su pelo. Hace mucho calor pero eso no impide que, tanto ella como las dos niñas, vistan medias, largas y oscuras faldas y jerseys hasta media manga.
Si siguiéramos hacia el norte, nos cruzaríamos con los cuerpos dorados y esculturales de los sabras –los judíos ya nacidos en Israel- que lucen palmito en cualquiera de las playas de Tel Aviv. Pero esto es Jaffa. Ninguno de los dos grupos –dos mundos- que se han cruzado se acerca a la orilla. Rodean un enorme montículo cultivado de césped. Aquí, al lado de la línea de costa, llama la atención. Resulta ser una colina artificial formada por las ruinas de las casas árabes que las tropas judías destrozaron cuando tomaron la ciudad y que, durante décadas, se utilizó como vertedero. Ahora, sellado y acondicionado, se antoja un buen mirador donde esperar la puesta de sol. Bien mirado, a lo mejor siempre contemplamos el horizonte desde unas ruinas.

Un monasterio triste

La calle Jeffet mantiene un inconfundible sabor árabe. Siguiendo su curva ascendente se alcanza una especie de Babel de religiones, una zona de la vieja ciudad donde se mezclan una residencia y capilla anglicanas –que bien podrían estar en una aldea del condado de Dorset-, un monasterio copto o una iglesia maronita, salpicados a lo lejos por los alminares de las mezquitas del contiguo barrio árabe. Los maronitas son los cristianos con raíces más antiguas en estas tierras y, para quienes no estamos habituados a tantas parcelas dentro de una misma fe, nos resulta cómodo asimilarlos a los cristianos libaneses. No dábamos con el monasterio copto –nunca habíamos visto un edificio de esta confesión- y optamos por pedir ayuda. El hombre al que preguntamos llevaba en la solapa una tarjeta que le identificaba como trabajador del consulado británico, si bien su aspecto desmentía cualquier origen anglosajón. Muy sorprendido de ver a unos turistas despistados en su barrio, y más aún de que estuviéramos buscando el monasterio, nos aclaró con cierto orgullo que él era maronita.

Los coptos, por su parte, son los cristianos árabes procedentes de Egipto (el nombre deriva, al parecer, de una deformación del gentilicio) y representan una de las pequeñas herejías cristianas: son monofisistas, es decir, sólo creen en la naturaleza divina de Jesucristo, negándole sus atributos humanos. Aunque numerosos en su país de origen, la presencia aquí de estos fieles ha ido pareja a las relaciones diplomáticas de Egipto con las autoridades al mando de Tierra Santa. El estado en que se encuentra el monasterio puede verse como un reflejo de la actual coyuntura entre Israel y su vecino del sur. El monasterio, vacío y desconchado, está tomado por una legión de plantas que se han hecho fuertes tras sus muros. Su prestancia está fuera de lugar, como si alguien se hubiese tomado la molestia de trasplantar el edificio y el jardín que lo circunda a una plaza limitada por humildes bloques de viviendas con un parque infantil en su centro. Unos niños árabes se columpian y las arcadas ojivales del monasterio que los contemplan parecieran tomar la forma de unos ojos ojerosos y tristes, los ojos de un viejo que expira dejando que la vida, impetuosa, se abra paso detrás suyo.

lunes, 31 de agosto de 2009

Jaffa


Jaffa es como una vieja dama noble, elegante pero decrépita. Se puede llegar a ella paseando por el frente de mar de Tel Aviv o atravesando el barrio fabril de Florentine, donde se mezclan carpinterías industriales con almacenes mayoristas de todo tipo de mercancías. Antes de alcanzar la plaza del Reloj –éste parece estar intimidado, como si no quisiera llamar la atención en medio del intenso tráfico- se deja atrás la primera muestra del esplendor que un día debió de lucir: un enorme caravasar en ruinas, abandonado, cuando no reconvertido por la necesidad en improvisados e insalubres “apartamentos”. A partir de aquí, puedes adentrarte en la vieja Jaffa por dos caminos que muestran historias muy distintas de la ciudad.

La calle Jeffet quiere sonreír con su bullicio: las primeras pescaderías que vemos (curioso, estando en la costa), panaderías y franquicias de falafel dan la bienvenida a los turistas. Por el este se van abriendo calles cuyos nombres recuerdan los antiguos caminos hacia los que imaginas se conducirían las caravanas –Jerusalén, Nablus, Damasco…-, ahora pobladas de tiendas de alfombras, quincallería, objetos religiosos y pequeños cafés donde se apiñan, buscando la sombra, cuadrillas de ancianos. La aparente despreocupación no esconde, sin embargo, las huellas de un tiempo en que se detuvo la historia de esta ciudad. En 1948 más de treinta mil palestinos abandonaron Jaffa, por tierra y por mar, ante la campaña de terror que el Irgún –los comandos paramilitares de Menahem Beguin, luego Nobel de la Paz- se encargó de extender. Todavía hoy, a uno y otro lado de la calle, encima de esas mismas pescaderías y panaderías, se abren amplios ventanales de estilo gótico levantino por los que no asoma nadie. Son las casas de los comerciantes árabes que huyeron de la Naqba. Como un macabro juego de espejos, lo que para la épica historia israelí es su guerra de la Independencia, los árabes lo designan, sencillamente, como "la catástrofe".

Las autoridades se han encargado de diseñar un recorrido alternativo hasta el casco viejo de Jaffa, evitando esta incómoda visita al pasado. Desde el punto más alto de este brazo de tierra sobre el mar, puedes perderte por callejuelas –a cual más coqueta- y acceder a los antiguos edificios restaurados y ahora “repoblados” con talleres de artistas. Con los colores del atardecer una pareja de novios posa para las fotos del día más feliz de su vida. Les sonreímos en señal de enhorabuena y se echan a reír, aclarándonos en inglés que sólo son modelos. Todo aquí es falso, el trampantojo resulta, como en tantos otros lugares de este país, obsceno.

domingo, 23 de agosto de 2009

Tel Aviv II


Las ideas de los pioneros sionistas -impregnadas de igualitarismo y del socialismo utópico de entreguerras- serían admirables si se pudiera pasar por alto que sus ciudades, como la propia Tel Aviv, se construyeron sobre (o a costa de) las aldeas palestinas preexistentes. Y es que, como europeos, estos "padres fundadores" trajeron consigo lo peor del continente, una visión colonialista con respecto a la población autóctona -que todavía hoy perdura- y un enfoque productivista de la acción humana, había que "convertir el desierto en un vergel".
Algunos de estos pioneros fueron judíos formados, durante la República de Weimar, en la escuela Bauhaus. El también llamado Estilo Internacional, basado en líneas puras y exento de ornamentación, encajaba en el ideario socialista de "un hogar digno para todos". A los nazis, sin embargo, no les resultaron atractivas estas tendencias y así fue como el Movimiento Moderno salió catapultado hacia Estados Unidos, Francia y, también, a Israel. La fundación de ciudades en la Tierra Prometida ofrecía un campo abierto a la imaginación de estos arquitectos.
Esto explica que Tel Aviv cuente con cerca de dos mil edificios de este estilo, cuyo conjunto ha sido declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco. Las autoridades municipales están recuperando muchos de ellos, a pesar de lo cual hay que esforzarse para descubrir la pulcritud y sencillez de este estilo detrás de destartalados edificios. Por su situación, apuntan a convertirse en apartamentos de lujo para clases adineradas, en las antípodas de la filosofía original del movimiento. Aunque para paradojas, la de este país de perseguidos, convertidos ahora en perseguidores.

Tel Aviv I


Estuvimos en Tel Aviv coincidiendo con su centenario. El aniversario resulta gracioso si piensas que cualquier minúsculo pueblo de Castilla la supera en años. Es una ciudad alegre. De entrada, su color blanco infunda optimismo. No es exactamente blanco, sino ese color arena que testifica, de algún modo, el esfuerzo que hubieron de hacer los pioneros rusos y alemanes que empezaron a construir una ciudad sobre las dunas. Ni el mar ni la agradable vegetación consiguen aplacar el calor húmedo que, sin embargo, no parece afectar a la animada vida en las calles. Que nadie espere encontrar aquí anchas avenidas con tráfico galopante o bulevares a la europea: si no fuera por su longitud -surcan, a modo de guías, la ciudad de norte a sur-, las arterias principales se confundirían con una populosa calle de barrio.

Los edificios que, en general, no superan las cuatro o cinco plantas tienen y dan a la ciudad un aspecto uniforme. Esa monotonía queda rota por los grandes rascacielos que se levantan en el distrito financiero, al oeste, y en los alrededores de la Shalom Tower -en su día la más alta-, al sur. A los pies de este conglomerado de altas torres está el barrio más antiguo de la ciudad, Neve Tsedek. Aun conserva el encanto de los viejos barrios de casas bajas, de una o dos plantas, y callecitas estrechas. Pero ha sucumbido a la terrible moda de la "bohemización": muchas de esas casas ya no son viviendas sino que se han transformado en galerías de arte, tiendas de moda y complementos, exclusivos restaurantes o locales de diseño. Por un momento, hasta se te olvida que a poco más de 60 kilómetros se levanta una muralla que -en contra de la legalidad y de cualquier mínima ética- quiere separar dos mundos. Menos mal que un joven agente de seguridad nos devuelve a la realidad: nos solicita que le mostremos el contenido de nuestra mochila y, tras dejarnos pasar a la terraza del bar, se coloca cuidadosamente la pistola en el cinturón y sube sus gafas de sol, preparado para el registro siguiente. ¡Qué bien -pensará-, con el muro ya sólo nos llegan turistas!

sábado, 22 de agosto de 2009

Un país, dos ejércitos


Lo primero que llama la atención cuando llegas a Israel es la presencia en las calles de ortodoxos y militares. El servicio militar es obligatorio, durante tres años para los hombres, uno menos para las mujeres. Además, ellos pasan a la reserva hasta cierta edad que, dada la historia del país, casi garantiza que todos los varones israelíes han participado en operaciones militares “reales”. Un judío de origen argentino con quien charlamos una noche nos contó que tras su mili se pegó un año de viaje –y no sólo en sentido físico- a la India: debe de ser relativamente habitual este tipo de huida para descomprimirse de la disciplina castrense. No obstante, el ejército es la institución más valorada por la población y, teniendo en cuenta la composición tan heterogénea de la sociedad israelí, se le atribuye un importante papel de cohesión. Sólo la población árabe –por aquello de no tener que disparar eventualmente contra sus hermanos (¡hay qué ver qué detalle de las autoridades!)- y los ultraortodoxos –poco dados ellos a los asuntos terrenales- están exentos de cumplir con una patria con la que, por otra parte, ni unos ni otros y por muy diferentes motivos, probablemente se identifiquen.

Si los militares representan al ejército israelí –en sus orígenes, referente del movimiento sionista, laico y de izquierda- , los ortodoxos constituyen, a su vez, la fuerza de choque del otro ejército, el judío. Si bien, estos papeles se están mezclando y ya es habitual la imagen, en otros tiempos impensable, de lo que se conoce como halcones con kipá. El ortodoxo, en todas sus variantes, el de solideo o con sombrero de fieltro, con americana o gabán negros, luciendo el talit sobre los hombros o anudándoselo a la cintura…, es una figura seglar pero, curiosamente, su contundente presencia, su exagerada visibilidad…, hacen de la religión un elemento en constante primer plano.

El miedo a que les quieran hacer desaparecer en su condición de judíos justifica la existencia de ambos ejércitos: con aquél me defiendo, con éste me reafirmo. Así, se ha querido basar la identidad de un país en la superioridad que da la fuerza y en una –difícilmente explicable- condición judía. La primera, es propia de regímenes totalitarios; la segunda, es una puerta abierta al racismo y la exclusión.

viernes, 21 de agosto de 2009

Tradición y religión

Cualquier ciudad merece una visita a su mercado. Tel Aviv cuenta con Ha-karmel que, con su aire típicamente mediterráneo, viene a recordar a sus habitantes la localización geográfica de su país. Y es que Israel parece obstinado en justificar la influencia europea de su cultura, negando en el intento su actual enclave: un brazo de tierra entre el desierto y el mar, inmerso -mezclado y traspasado hasta donde lo han permitido- en una cultura árabe.
Ha-Karmel es un inmenso mercado en el que, a primera hora de la mañana, ya se pueden comprar los diferentes panes, frutas, verduras y esa variedad de quesos frescos por los que aquí sienten devoción. A la caída de la tarde continúa la actividad, en este caso, el frenético desalojo de los desperdicios. Unos ojos acostumbrados -quizá no de manera consciente- a cánones occidentales de limpieza e higiene, se sorprenden ante el discurrir de aguas sucias mezcladas con restos de verduras y frutas podridas, plásticos y cartones de embalaje, acompañados por una cohorte de felices gatos. Aquí no se recicla nada, imagino que la recogida selectiva de residuos no está entre los principales problemas nacionales...
En paralelo a una de las entradas al mercado -desde la calle Allenby- se instala ocasionalmente un mercado de artesanía. De entre todos los objetos artesanales que se pueden adquirir, ocupa un lugar especial la mezuzah (mezuzot en plural): un pequeño recipiente que guarda un texto de las Sagradas Escrituras. Se sitúa a la entrada de las casas -hasta en las puertas de las habitaciones de los hostels había- como un elemento de protección. Paseando entre los originales diseños -es de suponer que se trata del regalo "estrella" entre autóctonos y turistas- me acordé de lo que Richard Dawkins opina de la religión. En sus orígenes los mezuzot venían a recordar al morador de la casa su conexión con Dios y su herencia judía. Ahora, convertidos en un elemento decorativo, parecen haber pasado a formar parde de la tradición judaica y perdido su carga religiosa. Pero es un espejismo porque, como dice Dawkins, cuando la religión se disfraza de tradición es que ha ganado la batalla, pura superstición. Eran muy bonitos pero no compré ninguno.

domingo, 9 de agosto de 2009

En la frontera

No se me ocurre ningún otro conflicto geopolítico que haya condicionado tanto la historia contemporánea como la delimitación de las fronteras entre Israel y Palestina. Sin embargo, la idea de habitar en la frontera, de moverse en los márgenes, de trabajar al borde de..., es una atractiva metáfora en la que han querido instalarse algunas personas para buscar soluciones a un orden de cosas que quiere hacerse pasar como natural y que no es más que un estado de guerra encubierta.
En ecología se llama ecotonos a esos espacios de transición entre ecosistemas donde se multiplican el flujo de energía y la riqueza de especies, precisamente porque de la tensión que provoca la variación de las condiciones de vida surgen nuevos nichos, nuevas posibilidades de supervivencia. Si hay alguna posibilidad de encontrar una salida a este conflicto -que dura ya más de medio siglo- ésta tendrá que surgir de los bordes de una sociedad enfermada de seguridad, en la frontera de unas ideas-consigna machaconamente repetidas, al margen de un muro vergonzoso y de la mano de quien hoy llaman enemigo.