Del lugar en el que tenemos razón...

...nunca brotarán
las flores en primavera.
Espero que los versos de Yehuda Amijai acompañen cada entrada a este blog. No sé cuanto durará la idea de publicar los recuerdos e impresiones de un viaje que ha tenido como guía excepcional el libro al que he robado el título para la cabecera del blog. Así que, con permiso del Sr. Dezcallar..., empiezo.

jueves, 3 de diciembre de 2009

Un hálito divino

A pesar de la hora temprana el día prometía que iba a ser muy caluroso. Apenas se veía actividad en la calle. El sabbath había comenzado con las últimas luces del viernes y extendería su jornada hasta la caída del sol. Las obras paralizadas, la maquinaria silenciada y los locales cerrados le daban a la calle Jaffa –ruidosa y atropellada cualquier otro día- un aspecto de escenario vacío. Nuestros estómagos rugían, dormidos aún, soñando con un desayuno. Pero la puntualidad de los ritos exige sacrificios. Supongo que forma parte de las incoherencias ateas pretender acercarse y aspirar a aprehender los símbolos y las experiencias que brindan a sus fieles las diferentes religiones. Nuestro destino era la Iglesia Catedral de Santiago, en el corazón del barrio armenio. Éste se encuentra dentro de las murallas de la Ciudad Vieja y es, a su vez, un recinto amurallado conformado por un conjunto de edificios religiosos y civiles que rodean –casi pareciera que defienden- el Monasterio Ortodoxo Armenio y la Catedral. El monasterio no se puede visitar porque en él residen los monjes –por su aspecto casi se diría que monaguillos- que tuvimos la ocasión de escuchar. No eran más de doce, con hábitos verdes, siguiendo unos cuidados movimientos a lo largo de toda la liturgia cantada. Un páter –con casulla de brillantes brocados- oficiaba la ceremonia, al que se unían, de vez en cuando, otros hermanos de la congregación, de riguroso negro y tocados con capucha. Acostumbrados a la sencilla misa católica –llamada latina por estas latitudes- seguir las posiciones estratégicas que cada cual iba ocupando a lo largo de la ceremonia, al ritmo de sus cánticos pre-bizantinos, era lo más parecido a contemplar una partida de ajedrez a tamaño natural. El ambiente condensado de incienso, los antiquísimos candiles –que llevan tiñendo de gris durante siglos las paredes de la catedral- como única fuente de luz, el toque kitsch de una especie de “huevos de pascua” de diferentes tamaños y colores colgando del techo…, una atmósfera en la que casi sentías lástima por no creer en algo más, por tener conciencia plena de que, a pesar de la cuidada estética de la representación, no alcanzarías a vivir ninguna experiencia mística. Los únicos espectadores éramos nosotros. Sentados en otros de los bancos que hay pegados a la pared estaban una familia de aspecto humilde –el padre, la madre y dos pequeños- , una joven pareja vestida a la occidental y una mujer mayor que bisbiseaba todas las oraciones. Todas esas personas eran armenias y todas –incluidas el niño y la niña- comulgaron. La pareja había venido expresamente ya que, en un momento del oficio, se les hizo llamar y pasaron a una de las pequeñas capillas laterales. Supusimos que eran recién casados y nos quedamos con la duda de si la tradición es obtener la bendición o, por el contrario, dejar una ofrenda en alguna de las tumbas de los santos. Al finalizar la misa la mujer sola se fue sin más, debía de formar parte de su rutina asistir al oficio. La familia al completo se levantó y besó la mano del oficiante. Mientras caminábamos por el interior de la catedral (durante el culto otro de los monjes de negro nos había recriminado cualquier movimiento) no pudimos evitar seguir con la mirada a esa emocionada familia. Aunque en un idioma ilegible para nosotros, no se podía ocultar un tono empañado en las voces de ese hombre, de aquella mujer.
La historia del pueblo armenio es una historia dura. Durante el genocidio perpetrado por los turcos –en el que un millón de personas fueron masacradas- miles de refugiados fueron recibidos por el Patriarcado Armenio Ortodoxo de Jerusalén. Además del bíblico monte Ararat, la tradición obliga al cristiano armenio a peregrinar a Jerusalén una vez en la vida. ¿Habrían cumplido su sueño?
Por más trascendencia que queramos buscarle a la vida, la fisiología viene a recordarnos nuestra condición mortal. A buen seguro que aquella familia hubiera imaginado otras circunstancias para su visita pero "el cuerpo de Dios" se le atragantó a una hora tan temprana a su hija. La pequeña vomitó sobre una de las alfombras de la catedral en medio del asombro del sacerdote, el sonrojo de sus padres y el sincopado movimiento de los monaguillos que, con toda dulzura y amabilidad, limpiaron los restos de aquel hálito divino.

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