Del lugar en el que tenemos razón...

...nunca brotarán
las flores en primavera.
Espero que los versos de Yehuda Amijai acompañen cada entrada a este blog. No sé cuanto durará la idea de publicar los recuerdos e impresiones de un viaje que ha tenido como guía excepcional el libro al que he robado el título para la cabecera del blog. Así que, con permiso del Sr. Dezcallar..., empiezo.

martes, 1 de septiembre de 2009

Playas


Se puede descender a la playa de Jaffa callejeando por el barrio maronita. Aquí los bloques de viviendas se transforman en residencias de aspecto acomodado, en las que buganvillas y jazmines saltan las tapias compitiendo en exhuberancia. Las casas bajas, con hechuras de pescador, marcan la barrera de cristal que da paso al barrio árabe. Abiertas de par en par, muestran estancias habitadas por los descendientes de quienes no abandonaron la ciudad. Ser árabe israelí en un Estado que se define judío es saberse relegado como ciudadano, condenado a una resistencia silenciosa. Las gallinas picotean el seco terreno ajenas a las señales de innumerables antenas parabólicas. Son el hilo que conecta con los países hermanos que rodean, abrazan, la isla que supone Israel en Oriente Medio.
Unas gruesas mujeres con hiyab y túnica bajan a la playa seguidas por un tropel de pequeños. Sus pieles morenas contrastan con el color, casi translúcido, de una familia ultraortodoxa. Algo en esta estampa no encaja, o el sol mediterráneo se equivoca de latitud o es esta familia importada/impostada de una aldea centroeuropea. El padre luce tirabuzones, igual que su vástago que apenas alcanza los cinco años. La madre, mucho más joven, cubre su cabeza con un pañuelo que recoge su pelo. Hace mucho calor pero eso no impide que, tanto ella como las dos niñas, vistan medias, largas y oscuras faldas y jerseys hasta media manga.
Si siguiéramos hacia el norte, nos cruzaríamos con los cuerpos dorados y esculturales de los sabras –los judíos ya nacidos en Israel- que lucen palmito en cualquiera de las playas de Tel Aviv. Pero esto es Jaffa. Ninguno de los dos grupos –dos mundos- que se han cruzado se acerca a la orilla. Rodean un enorme montículo cultivado de césped. Aquí, al lado de la línea de costa, llama la atención. Resulta ser una colina artificial formada por las ruinas de las casas árabes que las tropas judías destrozaron cuando tomaron la ciudad y que, durante décadas, se utilizó como vertedero. Ahora, sellado y acondicionado, se antoja un buen mirador donde esperar la puesta de sol. Bien mirado, a lo mejor siempre contemplamos el horizonte desde unas ruinas.

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