Del lugar en el que tenemos razón...

...nunca brotarán
las flores en primavera.
Espero que los versos de Yehuda Amijai acompañen cada entrada a este blog. No sé cuanto durará la idea de publicar los recuerdos e impresiones de un viaje que ha tenido como guía excepcional el libro al que he robado el título para la cabecera del blog. Así que, con permiso del Sr. Dezcallar..., empiezo.

martes, 1 de septiembre de 2009

Un monasterio triste

La calle Jeffet mantiene un inconfundible sabor árabe. Siguiendo su curva ascendente se alcanza una especie de Babel de religiones, una zona de la vieja ciudad donde se mezclan una residencia y capilla anglicanas –que bien podrían estar en una aldea del condado de Dorset-, un monasterio copto o una iglesia maronita, salpicados a lo lejos por los alminares de las mezquitas del contiguo barrio árabe. Los maronitas son los cristianos con raíces más antiguas en estas tierras y, para quienes no estamos habituados a tantas parcelas dentro de una misma fe, nos resulta cómodo asimilarlos a los cristianos libaneses. No dábamos con el monasterio copto –nunca habíamos visto un edificio de esta confesión- y optamos por pedir ayuda. El hombre al que preguntamos llevaba en la solapa una tarjeta que le identificaba como trabajador del consulado británico, si bien su aspecto desmentía cualquier origen anglosajón. Muy sorprendido de ver a unos turistas despistados en su barrio, y más aún de que estuviéramos buscando el monasterio, nos aclaró con cierto orgullo que él era maronita.

Los coptos, por su parte, son los cristianos árabes procedentes de Egipto (el nombre deriva, al parecer, de una deformación del gentilicio) y representan una de las pequeñas herejías cristianas: son monofisistas, es decir, sólo creen en la naturaleza divina de Jesucristo, negándole sus atributos humanos. Aunque numerosos en su país de origen, la presencia aquí de estos fieles ha ido pareja a las relaciones diplomáticas de Egipto con las autoridades al mando de Tierra Santa. El estado en que se encuentra el monasterio puede verse como un reflejo de la actual coyuntura entre Israel y su vecino del sur. El monasterio, vacío y desconchado, está tomado por una legión de plantas que se han hecho fuertes tras sus muros. Su prestancia está fuera de lugar, como si alguien se hubiese tomado la molestia de trasplantar el edificio y el jardín que lo circunda a una plaza limitada por humildes bloques de viviendas con un parque infantil en su centro. Unos niños árabes se columpian y las arcadas ojivales del monasterio que los contemplan parecieran tomar la forma de unos ojos ojerosos y tristes, los ojos de un viejo que expira dejando que la vida, impetuosa, se abra paso detrás suyo.

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