Del lugar en el que tenemos razón...

...nunca brotarán
las flores en primavera.
Espero que los versos de Yehuda Amijai acompañen cada entrada a este blog. No sé cuanto durará la idea de publicar los recuerdos e impresiones de un viaje que ha tenido como guía excepcional el libro al que he robado el título para la cabecera del blog. Así que, con permiso del Sr. Dezcallar..., empiezo.

domingo, 1 de noviembre de 2009

Imágenes I: una explanada


El tiempo que nos ha tocado vivir no nos permite disfrutar de la “primera vez” en los viajes. Imágenes cientos, miles de veces reproducidas, van construyendo nuestra preconcepción del mundo. Y un día, como si de un puzzle se tratara, encajas la penúltima pieza –sobre el intrincado laberinto de calles de la Ciudad Vieja de Jerusalén- y descubres el fulgor de la Cúpula de la Roca robándole sus últimos rayos al sol poniente para regalar al visitante la imagen deseada. Esa cúpula de pan de oro es un lugar santo para los musulmanes porque, dicen, la roca que alberga fue el lugar del interrumpido sacrificio del hijo de Abraham y es, además, el punto desde el cual ascendió Mahoma a los cielos.

No hay mezquita en Oriente Medio que no tenga una reproducción del noble santuario o Haram al Sharif. El nombre designa la superficie de jardines y fuentes con la cúpula, más o menos, en su centro y en cuyo extremo sur se sitúa la mezquita Al-Aqsa. Ésta es, según los preceptos islámicos, la verdaderamente santa porque allí Dios hizo que se juntaran una noche Mahoma, Jesús y Moisés –su trío de ases de profetas- para rezar. A pesar de todo, ni posee el hechizo de una brillante cúpula ni le adornan exquisitos mosaicos lapislázuli. Para los hombres y las mujeres que vienen a orar a este tranquilo paraje será difícil –a menos que no levanten la mirada del suelo- evitar la vista de una especie de bastión militar con una bandera israelí y un enorme candelabro en lo alto. Ese búnker frío e impersonal que se contempla desde la plataforma es el barrio judío.

Sólo desde este punto se puede entender la ofensa que para el pueblo árabe supuso la visita de Ariel Sharon en septiembre de 2000. En plenas conversaciones de Camp David –fallidas, una vez más, por la falta de acuerdo sobre Jerusalén-, el entonces líder de la oposición quiso dejar claro, de manera más que simbólica, el carácter “eterno e indivisible” de la capital. Aquella visita, rodeada de un ofensivo aparato de seguridad israelí, fue el inicio de la segunda intifada. Y tuvo, además, el efecto de una bomba de relojería retardada: Israel eligió como primer ministro al hombre que tenía a sus espaldas las masacres de Sabra y Shatila. Sólo hacía falta asfixiar aun más, si cabe, los territorios ocupados. Sería cuestión de tiempo que una población sometida a todo tipo de privaciones y humillaciones se revelara. Quien ya había demostrado sin pudor que su estrategia era la represalia masiva, tuvo en la ola de atentados suicidas la justificación para iniciar una política de exterminio hacia el pueblo palestino. La manifestación más esperpéntica y cruel de esta política ha sido la construcción del muro.

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