Del lugar en el que tenemos razón...

...nunca brotarán
las flores en primavera.
Espero que los versos de Yehuda Amijai acompañen cada entrada a este blog. No sé cuanto durará la idea de publicar los recuerdos e impresiones de un viaje que ha tenido como guía excepcional el libro al que he robado el título para la cabecera del blog. Así que, con permiso del Sr. Dezcallar..., empiezo.

domingo, 23 de agosto de 2009

Tel Aviv I


Estuvimos en Tel Aviv coincidiendo con su centenario. El aniversario resulta gracioso si piensas que cualquier minúsculo pueblo de Castilla la supera en años. Es una ciudad alegre. De entrada, su color blanco infunda optimismo. No es exactamente blanco, sino ese color arena que testifica, de algún modo, el esfuerzo que hubieron de hacer los pioneros rusos y alemanes que empezaron a construir una ciudad sobre las dunas. Ni el mar ni la agradable vegetación consiguen aplacar el calor húmedo que, sin embargo, no parece afectar a la animada vida en las calles. Que nadie espere encontrar aquí anchas avenidas con tráfico galopante o bulevares a la europea: si no fuera por su longitud -surcan, a modo de guías, la ciudad de norte a sur-, las arterias principales se confundirían con una populosa calle de barrio.

Los edificios que, en general, no superan las cuatro o cinco plantas tienen y dan a la ciudad un aspecto uniforme. Esa monotonía queda rota por los grandes rascacielos que se levantan en el distrito financiero, al oeste, y en los alrededores de la Shalom Tower -en su día la más alta-, al sur. A los pies de este conglomerado de altas torres está el barrio más antiguo de la ciudad, Neve Tsedek. Aun conserva el encanto de los viejos barrios de casas bajas, de una o dos plantas, y callecitas estrechas. Pero ha sucumbido a la terrible moda de la "bohemización": muchas de esas casas ya no son viviendas sino que se han transformado en galerías de arte, tiendas de moda y complementos, exclusivos restaurantes o locales de diseño. Por un momento, hasta se te olvida que a poco más de 60 kilómetros se levanta una muralla que -en contra de la legalidad y de cualquier mínima ética- quiere separar dos mundos. Menos mal que un joven agente de seguridad nos devuelve a la realidad: nos solicita que le mostremos el contenido de nuestra mochila y, tras dejarnos pasar a la terraza del bar, se coloca cuidadosamente la pistola en el cinturón y sube sus gafas de sol, preparado para el registro siguiente. ¡Qué bien -pensará-, con el muro ya sólo nos llegan turistas!

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